28 sept 2014

CAMBIOS RELIGIOSOS EN LA CRISTIANDAD DEL SIGLO XI

El siglo XI fue tiempo de gran animación para la cultura y la vida europea en todos los niveles. Amén de la reactivación el comercio y la industria, de la expansión agraria y el crecimiento demográfico, aumenta paralelamente el interés por la cultura por parte de personas y centros de diversa naturaleza, aunque la mayoría sigue perteneciendo al mundo eclesiástico. Pero también hay laicos en las escuelas de medicina, derecho e incluso letras, que existen en algunas ciudades como Bolonia, París o Montpellier. Unos y otros resucitan viejas ideas políticas, sacudiendo el polvo que el tiempo había dejado caer sobre la cultura romana. De nuevo se van a poner en circulación viejas ideas universales, algunas de las cuales regresan a Europa a través del Islam. El trasiego de mercaderes y peregrinos creará rutas que facilitarán los intercambios culturales y las relaciones entre los pueblos. Por el Camino de Santiago penetró en España el arte románico, de ponderación y belleza incalculables.
Una de las ideas de mayor impacto que penetra en la Península es la del centralismo gregoriano, el cual encuentra su figura señera en la persona de Gregorio VII. La simbiosis a que había llegado la Iglesia en las pasadas centurias con la sociedad feudal planteaba serios problemas. Los reyes, llevados por la confusión existente entre lo eclesiástico y lo temporal, creyeron competencia suya nombrar a los obispos, abades y otras dignidades eclesiásticas. De este modo, los obispados, abadías y demás quedaron dotados con enormes feudos, lo que hacía de ellos unas prebendas sumamente apetecibles que fueron codiciadas por personas indignas, quienes, en ocasiones, no eran ni siquiera clerigos. A veces se vendían escandalosamente, produciendo el lamentable aspecto de una Iglesia secularizada y sin ejemplaridad. Contra este estado de cosas surgió un movimiento de reforma, cuyos antecedentes pregregorianos se sitúan en Lotaringia a mitad del siglo XI, uno de cuyos impulsores más importantes fue el cardenal de Silva Cándida, Humberto de Moyenmoutier. El objetivo directo de este movimiento era conseguir que los cargos eclesiásticos no fueran nombrados por el rey o el emperador, sino por el pontificado y, en su caso, por los obispos. El problema era arduo, ya que en torno a las enormes rentas que llevaba consigo habían crecido diversos intereses: al emperador y a los reyes les interesaba tener en sus manos esos nombramientos, que les prmitían crearse un episcopado adicto, cosa sumamente importante, debido a su gran fuerza social, moral y económica. Los nobles preferían que todo siguiera como estaba, pues así podían tener acceso a esas rentas para sus hijos segundones que, de producirse una reforma, jamás serían elegidos para desempeñar los cargos.
Las ventajas quereportaba la sustracción de los nombramientos eclesiásticos a la autoridad laica habían sido experimentadas en las reformas monásticas del siglo anterior, tales como Cluny o el movimiento remítico italiano de San Romualdo y San Pedro Damiano. Estas abadías, al quedar directamente sometidas a la Santa Sede, habían podido producir grandes ejemplos de virtud. Al mismo tiempo, habían proporcionado al papado un gran poder temporal, al convertirle, en última instancia, en el dueño de los enormes señoríos que poseían, sobre todo Cluny y las que de ella dependían. Estos buenos resultados animaron a la Iglesia a lanzarse a una ofensiva más amplia, que iba a enfrentarla durante mucho tiempo con el Imperio en la conocida lucha por las investiduras.
Por diversas circunstancias el Imperio fue el antagonista del papado. Él era el más afectado, ya que la misma elección de emperador estaba en manos de algunos obispos, cuyo nombramiento interesaba sumamente conservar. Pero en especial se debía a las ideas cesaropapistas que alentaban al Sacro Imperio Romano Germánico, ya difundidas en tiempos de Carlomagno y, en parte, responsables de la confusión entrer lo temporal y lo eclesiástico. Estas ideas ven en el emperador la cabeza visible de la Iglesia, al elegido por la gracia de Dios para cuidar de sus súbditos en todos sus órdenes (temporal y espiritual). No se trata, pues, de un simple laico, sino que, como vicario de Dios, asegura participar del orden sagrado del sacerdocio, y por tanto, tiene competencia para investir a los obispos en sus feudos y otorgarles el poder correspondiente.
Hay que reconocer que en la mentalidad de la época la cristiandad formaba un solo cuerpo, en el que no se concebían dos autoridades separadas e independientes, sino que una de ellas, la temporal o la espiritual, debía ejercer la primacía sobre la otra. Si la Iglesia quería reaccionar contra el estado de cosas que padecía, debía crear una doctrina política coherente con esa forma de pensar, que al mismo tiempo colocara la autoridad del papado sobre la del emperador. Así surgió la ideología de la libertas contrapuesta a la imperial, llamada de la unitas. Afirmaba aquélla la universalidad de la Iglesia, a la que correspondía, por lo tanto, una amplitud mayor que la del Imperio, ya que éste era limitado en el espacio. En consecuencia, éste quedaba dentro de la Iglesia, y lógicamente era inferior a ella. La Iglesia, además, tiene por misión la salvación de los hombres, a la cual no puede renunciar. Ahora bien, para cumplirla necesita de una libertad que no poseerá si está subordinada al poder temporal, libertad que no sólo significa independencia, sino también la capacidad de poder utilizar ese poder, si es necesario, para su fin espiritual.
El emperador es, en fin, un simple laico que ni siquiera tiene autoridad propia, sino que, así como la Luna recibe la luz del Sol, del mismo modo los emperadores reciben u autoridad de los pontífices que los crean. Sólo el pontífice posee, pues, la soberanía universal y de él procede, en lógica, cualquier forma de poder: la autoridad de los príncipes, reyes o emperadores.
Estas ideas, lanzadas en los tratados que se cruzaron en la lucha ideológica de ambos partidos, no siempre se intentaron aplicar en la práctica con ese grado de radicalismo. El papado, que de esta forma se veía lanzado a una lucha por el dominio universal, procuró basar sus reivindicaciones sobre derechos más tangibles y jurídicamente más valiosos, tales como la famosa donación de Cosntantino, documento falsificado siglos antes, pero tenido entonces por válido, según el cual el primer emperador cristiano había otorgado al Papa, en su testamento, la potestado sobre todo Occidente, antes de marcharse él a residir a Constantinopla. Sin embargo, no resultaba muy conveniente emplear este argumento, ya que de manera implícita reconocía la supremacía de los emperadores si aceptaba que su dominio sobre Occidente provenía de una donación de ellos. De ahí que se rebuscaran textos canónicos y argumentos históricos en que apoyar sus pretensiones.
A pesar de que en el objetivo principal, las investiduras, la Iglesia estaba siempre en desventaja, en lo demás tomó pronto la delantera respecto a los otros poderes. No sólo contaba a su servicio con el personal más culto de Occidente, sino que además poseía una red de delegados y representantes que hacía llegar las decisiones y consignas a todos los puntos con gran rapidez. Esto explica que una potencia casi exclusivamente espiritual consiguiera tan significados triunfos en unos tiempos tan difíciles para ella.

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