7 sept 2014

ALMANZOR. GLORIA Y RUINA DEL CALIFATO (IV)

Desde hacía algún tiempo, pero sobre todo a partir de sus grandes campañas, el instrumento de toda la política personal de Almanzor iba a ser el ejército. Ya se ha ido viendo con qué cuidado preparaba todo lo que a él se refería. Se había formado una pequeña guardia personal adicta, después de una depurada seleción tendente a garantizarle la fidelidad a toda prueba de sus componentes. También se vio cómo favoreció la recluta de beréberes entre las tribus aliadas para contrarrestar el peso que en el ejército tenían los eslavones y los árabes, creando un equilibrio de fuerzas que se neutralizaban unas a otras. Para que la igualdad entre ellos fuera absoluta, suprimió los privilegios de que gozaban los árabes en gracia a su antigüedad, e incluso la organización militar que conservaban los chundis andalusíes, haciendo que se mezclara con toda la tropa en formaciones y estrategias nuevas. Como de costumbre, Almanzor siguió cuidando la preparación de las tropas hasta los menores detalles, equipándolas de la mejor manera posible y manteniendo su moral a base de buenas pagas. Todo ello, unido a su genio personal, le dio los éxitos que se verán.
Las expediciones victoriosas de Almanzor que, en boca de historiadores musulmanes, alcanzan un número de 50, tienen como nota más destacada la capacidad para alcanzar de hecho cualquier punto de la Península que se propongan. Es más, parece incluso que el dictador tenía la intención expresa de demostrarlo, ya que algunas de ellas carecían de un motivo concreto que le forzara a empuñar las armas para combatir a los cristianos. No hay duda de que Almanzor sintió, o por lo menos utilizó para sus fines, el ideal de la guerra santa islámica. Pero hasta ahora ésta se había reducido a las aceifas de castigo y rapiña, cuya mayor o menor frecuencia solá estar en proporción con la actitud hostil hacia los cristianos. Almanzor, en cambio, no sólo ataca en ocasiones a estardos sumisos o, por lo menos, pacíficos, sino que lo hace con grandes ejércitos que le permiten tomar cualquier ciudad de España y dejar en ellas guarniciones de ocupación. Incluso se observa en sus expediciones un ritmo alternante, que va de un extremo a otro del territorio cristiano, con una refinada selección de los gopes que asesta a las principales ciudades (Barcelona, León, Pamplona, Santiago). No cabe duda de que Almanzor, que tan fríamente había calculado los pasos que habían de conducirle a dominar la España musulmana, calculaba también la forma más perfecta para humillar a la cristiana.
Ésta, por su parte, atravesaba un período gris de su historia. En León reinaba Ramiro III, quien se había procurado no pocos problemas con sus súbditos, sobre todo los condes gallegos, quizá a causa de sus fracasos militares y su actitud altiva respecto a las clases dominantes. Navarra y Aragón estaban regidos por Sancho II Abarca, así llamado por el calzado que empleaba. el rey no tardaría en biscar la paz de la amistad con Almanzor, entregándole para ello a su hija, que abrazó el islamismo y tomó el nombre de Abda. De ella nació un hijo de Almanzor, al que la Historia conoce con el nombre de Abd Al-Rahmán Ibn Sanchul. En Barcelona, el conde Borrell mantenía con Córdoba una política de amistad desde el comienzo de su mandato. Quizá el caudillo más beligerante de la España cristiana sea en ese momento García Fernández, hijo de Fernán González, más conocido como "el conde de las manos blancas" a causa de la notoria blancura de su piel, lo cual le daba entre las damas que lo trataban un atractivo especial, aumentado por el contraste con su fiera gallardía y caballerosidad. Él fue quien indujo al rey de Navarra a combatir junto a Galib, en 981, para contrarrestar el ascendiente arrollador de Almanzor. Pero todo fue en vano; el caudillo cordobés, para escarmentar la osadía de los coaligados, asoló las tierras castellanas y envió una parte de sus tropas contra Zamora, donde se encontraba Ramiro III. La ciudadela pudo resistir, pero el resto de la ciudad fue totalmente arrasada. Un nuevo intento de coalición entre León, Castilla y Navarra supuso una respuesta inmediata de Almanzor, quien los deshizo en Rueda. Demolió luego Simancas y regresó a Córdoba, donde, ufano de sus éxitos tomó el título que ya conocemos (Al-Mansur).
Esto no eran más que los preludios. León y Navarra entraron por el momento en tratos con Córdoba; Navarra, en la forma en que se vio un poco antes. En León, un nuevo rey, Bermudo II, era opuesto por la nobleza levantisca al legítimo soberano, Ramiro III. Aunque éste fue expulsado de su capital, Bermudo, a quien un cronista posterior, Pelayo de Oviedo, da el calificativo de "el Gotoso", no consigue apaciguar el reino y recurre a Almanzor, quien le devuelve la plaza de Zamora a cambio de un fuerte tributo anual y la autorización para establecer bases cordobesas en algunas ciudades, lo que suponía la sumisión de su política a la voluntad del dictador andalusí, que empleaba sus tropas establecidas en las urbes leonesas como instrumento de control y de acción inmediata si era menester.
Estas muestras de sumisión, que ponián a sus pies toda la España cristiana, no bastaron al altivo señor de Al-Ándalus. En el extremo nordeste de la Península quedaban los condes catalanes. Hacía ya muchos años que éstos seguían una política pacifista con Córdoba, lo cual les permitía beneficiarse de los contactos culturales y del paso por sus dominios de las rutas del comercio del oro que los andalsíaes realizaban entre África y el Occidente europeo. Políticamente, las relaciones que mantienen pueden clasificarse de verdadera sumisión del condado catalán. En el año 950 había pasado por Barcelona una legación del marqués de Toscana hacia la capital cordobesa y con ella marchó un diputado del "príncipe de Barcelona y Tarragona", como asegura una fuente posterior, procedente del Ibn Hayyan. En los años 971 y 974 se repiten las embajadas catalanas, en las que aparecen expresiones como "firmeza" y "obediencia" aplicadas a sus relaciones, que hacen pensar en una forma de sumisión de carácter feudal.
Nada permite suponer que diez años más tarde de la últoma fecha las relaciones catalanas con Córdoba hubieran cambiado. Por el contrario, por entonces el conde Borrell, aprovechando la debilidad de los últimos carolingios y la instauración de los capetos, se había desligado completamente de los francos, lo cual facilitaba la sumisión a los musulmanes, si es que el apoyo de éstos no había sido buscado previamente para respaldar la antedicha ruptura. Sea como fuere, ningún motivo de conflicto puede atisbarse cuando Almanzor, en el 985, decidió hacer sentir el peso de sus armas sobre Barcelona y su comarca. La expedición, cuidadosamente preparada, salió de Córdoba con su caudillo al frente, por la ruta de Levante, hacia tierras catalanas. En vano el conde Borrell, al recibir noticias de su avance, quiso cortarle el paso. Después de derrotarlo, Almanzor siguió su marcha hacia Barcelona, cuyos muros alcanzó el primer día de julio. Sólo seis días después la ciudad era tomada y cruelmente saqueada, mientras la mayor parte de sus habitantes eran muertos o reducidos al cautiverio. Durante seis meses una guarnición musulmana siguió ocupando la ciudad y asolando la comarca. Luego las tropas recibieron órdenes de abandonarla y retirarse al sur del Ebro. Almanzor había hecho un alarde de fuerza impresionante. Su prestigio militar alcanzaba resonancia en las dos orillas del Mediterráneo: la cristiana y la musulmana. Pero a costa de ello había demostrado a los catalanes que la política de paz con Al-Ándalus, incluso sobre la base de la sumisión, era inviable, y los forzaba a reemprender el camino de la alianza con los francos.

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