27 ago 2014

LOS CIEN AÑOS DEL CALIFATO

En el año 912 muere el último emir de Córdoba, Abd Allah, y le sucede Abd Al-Rahmán III, quien algunos años más tarde dejaría ese título para adoptar el de califa. Hasta hacía poco tiempo el mundo islámico había respetado la existencia de una jefatura suprema, política y religiosa a la vez, en la persona del califa de Damasco, y luego de Bagdad. Pero con el paso del tiempo, esa autoridad se había ido debilitando. Empezaron por romper sus lazos políticos algunos territorios que, como el mismo AlÁndalus con Abd Al-Rahmán I, se declaraban independientes. No obstante todos seguían reconociendo la supremacía religiosa del califato oriental, reconocimiento que se manifestaba al pronunciar su nombre en la oración hecha en las mezquitas. Al tomar ahora el emir cordobés la decisión de tituarse califa, rompía ese vínculo religioso que, como débil cordón umbilical, seguía manteniendo unido al centro político y religioso del mundo islámico. No era el primero en dar ese paso. En el 909, veinte años antes que él, los gobernadores de Ifriquiya, con sede en Cairuán, habían proclamado el califato disidente de los shiíes o fatimíes, y pretendían ser los legítimos herederos de Mahoma, por descender de Alí, casado con Fátima, única hija del Profeta.
La decisión de Abd Al-Rahmán III de adoptar también ese título, al que añadió el de "Príncipe de los Creyentes" y el honorífico de Al-Nasir ("el que combate victoriosamente"), es claro exponente de que en un momento en que la jefatura del mundo islámico amenazaba con desaparecer hecha pedazos, el príncipe cordobés aspiraba a alzarse con ella. He aquí las palabras con las que notificaba a sus súbditos la decisión:
"Nos ha parecido oportuno ordenar que, en adelante, la invocación pronunciada a nuestro nombre se haga con el doble título de amir al-muninin y de nasir-al-din, que será, además, empleado en cuantos escritos emanen de nosotros o a nosotros se dirijan. Cualquier persona, en efecto, que fuera de nosotros reivindique el título de califa, lo hace indebidamente, arrogándose lo que no le pertenece y adornándose con aquello a lo que no teiene derecho. Comprendemos, por demás, que seguir más tiempo sin usar un título que se nos debe equivaldría a perder un derecho adquierido y a unaa renuncia pura y simple. Por consiguiente, ordenaal predicador de la capital de tu mando que lo emplee desde ahora en sus sermones y utliízalo tú cuando tengas que dirigirte a nosotros".Así proclamó Abd Al-Rahmán que los únicos herederos del califato son los príncipes marwaníes, sucesores de los omeyas, expulsados violentamente de Damasco por los abasíes y restaurados en el extremo occidental del mundo islámico por el "inmigrante" Abd Al-Rahmán. Ahora su descendiente, tercero de ese nombre, pensaba que había llegado el momento no sólo de gobernar en Córdoba, sino sobre todo el mundo musulmán. Al menos en teoría esto es lo que significaban los títulos que había pasado a adoptar. Córdoba se trazaba, pues, un programa de dominio universal sobre el orbe islámico.
Pero los hechos no tendieron a hacer realidad estas aspiraciones ni mucho menos. La corte cordobesa siguió cultivando las relaciones internacionales dotándolas de una brillantez similar a la del más deslumbrante califa de las Mil y una Noches, pero por otro lado se ve que la acción militar apenas se bastó para contener a los cristianos del norte peninsular, mantener la unidad de sus dominios patrimoniales y realizar una política de prestigio en el norte de África, enérgica en cuanto a su objetivo de contener la amenaza fatimí de Túnez, pero de muy corto alcance si se compara con el programa universalista implícito en su proclamación de califa.
A pesar de todo, las realizaciones de Abd Al-Rahmán III no fueron superadas por ninguno de sus sucesores, incluído el propio Almanzor. Él dio, por tanto, la medida del califato, tanto en su estructuración interna como en su política exterior. Y, dicho sea de paso, el califato le proporcionó a la España musulmana un momento de esplendor inigualable que la colocó, codo con codo, al lado de los países más prósperos del momento y que hicieron que la fama de su capital, Córdoba, llegara hasta la monja alemana Hroswita, que la calificó de "ornato del mundo".
Para los reinos cristianos de España, el siglo del califato - suprimido formalmente en el 1031 - fue un siglo de prueba en muchos aspectos. Prueba, ante todo, de resistencia frente a los duros ataques de que fue objeto, tanto por parte de Abd Al-Rahmán como por parte de Almanzor. No son ya simples expediciones de castigo lo que ahora tienen que soportar, sino verdaderos ejércitos perfectamente estructurados y dirigidos. Los cristianos quedarán, pues, totalmente inmovilizados en su política expansiva.
En definitiva, estamos hablando de una etapa sumamente importante que conducirá a la plenitud medieval en el que la España cristiana se desarrollará a la sombra del califato, el cual da a la zona musulmana su mayor cohesión y esplendor, que mantiene en jaque a los del norte, los cuales se verán volcados en las influencias que les llegarán del resto de Europa y les imbuirán de una nueva trayectoria.

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