20 ago 2014

ASTURIAS: CONTINUADORA DE LA ESPAÑA VISIGODA (II). LA HEREJÍA DEL ADOPCIONISMO.

Asturias se constituía, pues, en heredera política de la España visigoda, cuyas instituciones comenzaba a resucitar. Para que la suplantación fuese completa era necesario efectuar al mismo tiempo la restauración religiosa, pues, como dijimos, el reino asturiano nacía como expresión de la reconquista bajo el signo de la cruz. Pero en este terreno las cosas no resultaban tan sencillas, no tanto porque el norte cántabro careciera hasta entonces de organización eclesiástica, cuanto porque en la España mozárabe todavía permanecía en pie la rígida estructuración visigoda, con Toledo a la cabeza como iglesia primada de todo el territorio nacional. A suplir esa falta de tradición, por una parte, y a desvincular el reino cristiano de una metrópoli sita en territorio enemigo, por otra, vinieron a cooperar dos acontecimientos acaecidos por aquellos años del reinado de Alfonso II: el descubrimiento del sepulcro del apóstol Santiago en Compostela y la difusión del adopcionismo en Toledo. Esta doctrina sostenía, como su nombre sugiere, que Cristo no era hijo de Dios en cuanto hombre, sino únicamente adoptivo. No le faltaban apoyos en la misma liturgia visigoda, en la que se hallan expresiones como la de adoptata caro, que no dejaría de influir en la adhesión del primado Elipando de Toledo. En el año 784 se celebró un concilio en Sevilla presidido por él, donde con gran energía defendió esa doctrina. No es de extrañar la gran acogida que obtuvo por parte de los cristianos de Córdoba y otras ciudades andaluzas, preocupados como estaban por la acusación de politeístas que los musulmanes les hacían por afirmar la divinidad de las tres personas de la Santísima Trinidad. En cambio, entre los cristianos del norte produjo una violenta reacción, protagonizada por el obispo Heterio de Osma, que vivía refugiado en Asturias, y por el monje Beato de Liébana, más famoso por sus Comentarios al Apocalipsis, el libro más difundido de la época y objeto preferido de los miniaturistas medievales, que nos han legado hermosísimos ejemplares de la más típica creación hispánica de la decoración sobre pergamino.
Heterio y Beato respondieron a las doctrinas adopcionistas con el Tratado Apologético, en el que defendían la tesis tradicional católica de la divinidad de la persona humana de Cristo. La respuesta asturiana encolerizó terriblemente al jefe de la iglesia española, que no acertaba a explicarse cómo unos rudos monjes de las montañas cántabras pretendían, en el colmo de la osadía, enseñar a la iglesia toledana.
El problema se complicó hasta hacer de él una cuestión internacional, cuando el obispo Félix de Urgel asumió la defensa del adopcionismo y de su mantenedor, Elipando. Como la diócesis de Urgel estaba en la órbita de los francos, Carlomagno reunió un sínodo en Ratisbona, en 792, que condenó a Félix y al adopcionismo. Elipando reaccionó rápidamente y, en otro concilio celebrado en Toledo al año siguiente, condenó a Beato. Félix de Urgel, que se había retractado, vuelve entonces a defender sus opiniones con más ahínco. El emperador Carlomagno reunió otro concilio en Fránkfurt, que de nuevo condenó a Félix, haciendo que fuera encerrado en la cárcel. El propio pontífice León III unía, en el 799, su condena al adopcionismo a la de los obispos carolingios.
Su herejía, como tal, careció de importancia, ya que apenas sobrevivió a su creador, Elipando de Toledo. Pero supuso un golpe fatal para la iglesia mozárabe, que padeció el descrédito consiguiente. Los más beneficiados fueron, sin duda, los cristianos del reino de Asturias, quienes, gracias a este incidente y a la victoria moral de sus teólogos, consiguieron sacudirse la sumisión a que estaban obligados hacia Toledo, realizando su aspiración de ser ellos los directores no sólo de la restauración política de España, sino también de la religiosa.
La intervención de Carlomagno en el asunto había inclinado la cuestión del lado de los montañeses, y Alfonso II le mostró su agradecimiento intensificando, a partir de entonces, sus relaciones diplomáticas. El rey asturiano precisaba, además, su apoyo militar contra la amenaza de los musulmanes, y Carlomagno, que ya empezaba a soñar con la restauración del Imperio, veía con buenos ojos que su influencia se extendiera sobre los otros reinos cristianos de Occidente. No otra cosa que la existencia de estas buenas relaciones venía a significar el presente que Alfonso II le envió a Carlomagno cuando, en el 798, hizo una expedición hasta Lisboa, tomando en ella gran cantidad de botín.
Pero la ingluencia de Carlomagno, que en la navidad del 800 ceñía en Roma la corona imperial resucitando el Sacro Imperio Germánico, no agradaba, al parecer, a todos los súbditos asturianos, algunos de los cuales provocaron, en el 802, un movimiento que, temporalmente, privó a Alfonso II del trono, yéndose a refugiar al monasterio de Ablaña, de donde le sacaron poco después sus fieles para colocarle nuevamente al frente del reino. Si en este sentido las relaciones con Francia produjeron contratiempos, en el terreno religioso la deuda iba a incrementarse con la aparición del culto a Santiago, cuyo primer impulso provino, según parece, de las tierras francesas.

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