
Heterio y Beato respondieron a las doctrinas adopcionistas con el Tratado Apologético, en el que defendían la tesis tradicional católica de la divinidad de la persona humana de Cristo. La respuesta asturiana encolerizó terriblemente al jefe de la iglesia española, que no acertaba a explicarse cómo unos rudos monjes de las montañas cántabras pretendían, en el colmo de la osadía, enseñar a la iglesia toledana.
El problema se complicó hasta hacer de él una cuestión internacional, cuando el obispo Félix de Urgel asumió la defensa del adopcionismo y de su mantenedor, Elipando. Como la diócesis de Urgel estaba en la órbita de los francos, Carlomagno reunió un sínodo en Ratisbona, en 792, que condenó a Félix y al adopcionismo. Elipando reaccionó rápidamente y, en otro concilio celebrado en Toledo al año siguiente, condenó a Beato. Félix de Urgel, que se había retractado, vuelve entonces a defender sus opiniones con más ahínco. El emperador Carlomagno reunió otro concilio en Fránkfurt, que de nuevo condenó a Félix, haciendo que fuera encerrado en la cárcel. El propio pontífice León III unía, en el 799, su condena al adopcionismo a la de los obispos carolingios.
Su herejía, como tal, careció de importancia, ya que apenas sobrevivió a su creador, Elipando de Toledo. Pero supuso un golpe fatal para la iglesia mozárabe, que padeció el descrédito consiguiente. Los más beneficiados fueron, sin duda, los cristianos del reino de Asturias, quienes, gracias a este incidente y a la victoria moral de sus teólogos, consiguieron sacudirse la sumisión a que estaban obligados hacia Toledo, realizando su aspiración de ser ellos los directores no sólo de la restauración política de España, sino también de la religiosa.
La intervención de Carlomagno en el asunto había inclinado la cuestión del lado de los montañeses, y Alfonso II le mostró su agradecimiento intensificando, a partir de entonces, sus relaciones diplomáticas. El rey asturiano precisaba, además, su apoyo militar contra la amenaza de los musulmanes, y Carlomagno, que ya empezaba a soñar con la restauración del Imperio, veía con buenos ojos que su influencia se extendiera sobre los otros reinos cristianos de Occidente. No otra cosa que la existencia de estas buenas relaciones venía a significar el presente que Alfonso II le envió a Carlomagno cuando, en el 798, hizo una expedición hasta Lisboa, tomando en ella gran cantidad de botín.
Pero la ingluencia de Carlomagno, que en la navidad del 800 ceñía en Roma la corona imperial resucitando el Sacro Imperio Germánico, no agradaba, al parecer, a todos los súbditos asturianos, algunos de los cuales provocaron, en el 802, un movimiento que, temporalmente, privó a Alfonso II del trono, yéndose a refugiar al monasterio de Ablaña, de donde le sacaron poco después sus fieles para colocarle nuevamente al frente del reino. Si en este sentido las relaciones con Francia produjeron contratiempos, en el terreno religioso la deuda iba a incrementarse con la aparición del culto a Santiago, cuyo primer impulso provino, según parece, de las tierras francesas.
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