28 jul 2014

LOS INICIOS DE LA RECONQUISTA

¿Qué hay de cierto y qué de legendario en la imagen que tenemos de los comienzos de la Reconquista cristiana? Es indudable que Pelayo no intentó organizar en torno a sí todo el aparato de la corte goda de Toledo y que carecía además de los medios indispensables para ello. Establecido en Cangas de Onís (Asturias), su actividad posterior nos es desconocida por completo. Lo único que pudo hacer fue afianzar todo lo posible su dominio sobre aquella pequeña zona para preparar su ulterior expansión. En cambio, lo que sí hay es continuidad. A Pelayo le sucedió su hijo Fáfila, que gobernó durante dos años (737-739) al cabo de los cuales, en una cacería, fue muerto por un oso. Su mujer, Froleba, lo enterró piadosamente en una iglesia de Cangas de Onís. A éste lo sucedió Alfonso I, hijo del duque visigodo de Cantabria y casado con Ermesinda, hija de Pelayo. Alfonso I es reconocido comúnmente como el "primer rey de Asturias". Sería interesante conocer el momento en el que uno de aquellos caudillos cántabros dejó de sentirse tal, para empezar a mirarse como rey; pero es uno de los secretos que se ha llevado la Historia.
No obstante, lo verdaderamente trascendente es que, en torno a Pelayo, un grupo de nobles visigodos y de astures, habitantes de la comarca, se negaron a vivir bajo el Islam, porque querían seguir como antes. Crearon una comunidad independiente que fue ampliándose con posteriores adhesiones o conquistas, y cuando tuvo la extensión y entidad suficientes, restauró las instituciones políticas visigodas en la medida en que pudo. Ahí radica la auténtica continuidad de la España visigoda y la verdadera legitimidad del neogoticismo.
Para el porvenir de la naciente comunidad cristiana fueron decisivas las luchas que en los años siguientes sacudieron Al-Ándalus. Gracias a ellas quedaron lo suficientemente libres como apra salir de sus montañas y extenderse por mejores tierras. La gran etapa expansiva del naciente núcleo asturiano corresponde precisamente al reinado de Alfonso I (739-757). Las luchas de los beréberes dejaron vacías muchas de las tierras que ocupaban entre la Cordillera Cantábrica y el Sistema Central. Además, el hambre que en el año 750 azotó la Península provocó la huída de la mayor parte de los beréberes que todavía quedaban, lo que le permitió al rey extenderse por Galicia y ocupar sus principales plazas: Lugo, Tuy, Oporto, Braga y Viseo. Luego salió a la meseta y se extendió por la cuenca del Duero, apoderándose de León, Astorga, Zamora, Salamanca, Ávila, Sepúlveda, Simancas, Amaya, Oca, Miranda de Ebro, Osma y otras.
No todas estas conquistas fueron conservadas. En el año 754 la línea de ocupación musulmana por el centro y el oeste no subía más de Coria y Mérida, que e convirtieron, junto con Toledo y Talavera, en fortalezas avanadas del Islam. Por su parte, el reino de Alfonso I carecía de medios suficientes para abarcar todo lo conquistado, que ya comprendía la cuarta parte del territorio peninsular. Es por ello que decidió repoblar y fortificar la zona del norte de la cordillera Cantábrica, extendiéndose desde Asturias a Galicia por el oeste y por el este hacia Santander y las tierras habitadas por los vascos, repoblando los valles del Sella, el de Potes, las comarcas de Santillana del Mar y la Trasmiera, hasta el valle del Nervión. Por el valle del Ebro descendió hacia Álava, La Bureba y La Rioja. En opinión de algunos historiadores, La Bureba estaba poblada por los várdulos, procedentes de las tierras vascas, que habían dado a la región el nombre de Vardulia. Todas estas tierras constituían la parte del territorio conquistado sobre el que los reyes asturianos tenían un dominio efectivo. Sobre ellas volcaron los numerosos mozárabes que, en sus muchas expediciones, trajeron consigo él y su hermano Fruela de tierras musulmanas, con lo que toda la zona norteña, que apenas había poseído antes civilización urbana, se vio superpoblada y cambió pronto de fisonomía. En ambos extremos, Galicia y La Rioja, puso el rey fortalezas que la defendieran de las incursiones enemigas.
En el centro, es decir, en la cuenca del Duero, quedó una extensa zona abandonada que se convirtió en tierra de nadie. Alfonso I arrasó ciudades, aldeas y fortalezas, llevándose hacia el norte a sus habitantes. Los campos, poco a poco, fueron desertizándose. En consecuencia, toda la Tierra de Campos, incluso hasta Zamora y Burgos, constituían un enorme desierto cubierto de malezas y surcado por el Duero, la nueva frontera natural entre ambos reinos. No cabe duda de que en aquellas tierras quedarían residuos de población que, desafiando los peligros, continuaron aferrados a su terruño. Estos hombres, que se dedicaban a la agricultura y al pastoreo, verían con frecuencia arrasadas sus cosechas con el paso de las razzias musulmanas. Cuando éstas llegaban, los habitantes se ponían a salvo en los bosques con sus animales y demás posesiones hasta que pasase el peligro.
La dureza de estas condiciones de vida hizo que el número de habitantes disminuyera paulatinamente hasta casi desaparecer. Los que todavía quedaron acabaron muchas veces por construir su vivienda en forma de cuevas y refugios disimulados, que pasaban inadvertidos a los ejércitos musulmanes, y que la arqueología actual trata de identificar. Sobre esta tierra de nadie el reino asturiano ejercerá una actividad repobladora en la medida en que sus excedentes demográfico obliguen a los menos afortunados o a los más ambiciosos a arriesgarse en "el sur" en busca de nuevos espacios vitales. Sobre ella también se reñirán la mayoría de las batallas entre musulmanes y cristianos en pro de la hegemonía peninsular.

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