31 jul 2014

ABD AL-RAHMÁN I. EL EMIRATO INDEPENDIENTE (y III)

Abd Al-Rahmán I hizo frente a todos los problemas que le surgieron con una entereza que no conocía el desánimo. su primer paso consistió en procurarse un ejército bien organizado que le garantizase la adhesión a su persona. Asi consiguió juntar 40.000 soldados repartidos en tres grupos equilibrados de sirios, berberiscos y esclavos, promoviendo para ello la venida a España de cuantos miembros y adictos a la familia omeya pudo conseguir. El ejército fue cuidadosamente dotado de jefes capaces y experimentados de probada fidelidad a su caudillo. Él fue la base de todos sus éxitos posteriores en muchas empresas militares, de las que su buena estrella hizo que siempre saliera victorioso.
Abd al-Rahmán ensayó primeramente la política del perdón y la conciliación. Incluso Al-Fihrí y Al-Sumayl, que continuaron la lucha y habían sido continuamente derrotados, fueron instalados en Córdoba con todas las comodidades, hasta que el primero huyó a Mérida, donde nuevamente se rebeló, siendo derrotado por los generales del emir. El último valí español anduvo errante por las tierras de Toledo, donde fue finalmente asesinado por sus mismos partidarios. Al mismo tiempo Al-Sumayl moría estrangulado en la prisión de Córdoba en la que Abd Al-Rahmán se había visto obligado a encerrarle.
Por su parte, los yemeníes, que no recibieron del emir las ventajas que esperaban, promovieron continuos alzamientos, instados casi siempre por los califas abasíes, que confiaban, a través de ellos, recuperar España. El más importante de todos fue, sin duda, el protagonizado por el árabe al-Ala ben Mugth, enviado especialmente por el califa Abu Chafar Al-Mansur con dinero y consigna y con la promesa de convertirle en gobernador de España si lograba arrojar de ella al emir. Yemeníes y otros clanes de árabes españoles, descontentos con el nuevo gobierno o movidos por antiguas rivalidades, corrieron a alistarse bajo la bandera negra de los abasíes, desplegada por el recién llegado en Beja, al sur de Portugal. Abd Al-Rahmán pasó entonces por el mayor peligro de todo su reinado. No tuvo más remedio que seleccionar de entre sus tropas a las que creía más leales, y con ellas fue a encerrarse en la fortaleza, casi inaccesible, de Carmona. Allí acudió a sitiarle Al-Ala y muchos oficiales fueron muertos (Abd Al-Rahmán mandó que sus cabezas fueran embalsamadas, después las puso en un saco junto con la bandera de los insurrectos y la orden del califa, que nombraba gobernador de España al jefe de éstos. Por mediación de un mercader, el fardo apareció una mañana en el mercado de Cairuán).
No se mostraron menos reacios los beréberes al nuevo yugo que se les imponía, éstos impulsados por ansias políticas de gran influencia religiosa y encabezados por fanáticos, movidos lo mismo por la ambición que por un misticismo radical y extremista que los llevaban a mover a sus compañeros a las armas. Tras una larga guerra de guerrillas los mismos partidarios acababan con dichos movimientos asesinando a sus cabecillas.
Ni siquiera se pudo sentir seguro Abd Al-Rahmán entre los miembros de su familia. Al entrar triunfante en Córdoba había invitado a todos ellos a acudir junto a él, al fin de poder rodearse de personas adictas. Aunque el emir no pudo conseguir que sus dos hermanas abandonaran Siria, donde nuevos califas les permitían vivir rodeadas de enormes riquezas, sí obtuvo, en cambio, que otros muchos vinieran y fueran acogidos de la mejor manera. Se formó así una nobleza superior, los quraysíes, dotados de ciertos privilegios en atención a ser miembros de la familia del emir: gozaban de inmunidad y exenciones fiscales, y precedían a los demás en las ceremonias oficiales; pero tampoco éstos dejaron vivir tranquilo a Abd Al-Rahmán. Dos sobrinos suyos participaron en sendas conspiraciones para destronarlo y pagaron con su vida semejante osadía. Tanta insurrección, tanta lucha con sus propios súbditos endurecieron progresivamente el corazón del príncipe omeya. Ni siquiera su fiel liberto, Badr, al que le había confiado el mando de sus ejércitos, se vio libre de una condena de destierro , si bien años después recuperó la confianza del emir.

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