La reina doña María Cristina, reinando en nombre de su hija, Isabel II, se apoyó para gobernar en los elementos liberales y parlamentarios. Pero divididos éstos en dos bandos políticos, llamados progresistas y moderados, se disputaron ásperamente el poder sin importarles el desarrollo de la guerra carlista que estaba en pleno apogeo.
Entre los hombres públicos que presidieron los gobiernos que rápidamente se sucedieron por entonces debe citarse al moderado Martínez de la Rosa, escritor, hombre de escaso carácter, que quiso reconciliar a los partidos sin conseguirlo.
Para lograr dicha reconciliación, aconsejó a la reina regente la publicación del llamado Estatuto Real, que fue promulgado en 1834 y disponía la organización de unas Cortes divididas en dos estamentos, el de próceres y el de procuradores.
El Estatuto no gustó a los progresistas y Martínez de la Rosa se vio lanzado del poder en virtud de una sublevación militar promovida en La Granja por varios sargentos, lo que obligó a María Cristina a restablecer de nuevo la Constitución de Cádiz de 1812.
¿Qué ocurrió en La Granja?
A las diez de la noche del 12 de agosto de 1836, el sargento Higinio García, con otros dos compañeros llamados Alejandro Gómez y Juan Lucas, dirigiéronse al frente de la tropa sublevada a las habitaciones de la regente, pidiendo el restablecimiento de la Constitución de Cádiz.
Sabida en Madrid la noticia, se trasladó al lugar de los hechos el ministro de la Guerra, Méndez Vigo, que trató de ganarse al jefe del motín ofreciéndole una gran cantidad de oro, que fue rechazada por el desinteresado sargento.
Mientras la guerra carlista tomaba cierto incremento, otras calamidades afligían al país y principalmente a la capital, donde el cólera se presentó por primera vez haciendo estragos. Y como quiera que con este motivo se lanzó la calumnia de que los frailes estaban envenenando las aguas, las turbas enloquecidas incendiaron los conventos y asesinaron a no pocos religiosos.
Llamados al Gobierno los progresistas, reunieron nuevas Cortes Constituyentes y decretaron, entre otras medidas igualmente radicales, la extinción de las comunidades religiosas y la desamortización eclesiástica, obra de Juan Álvarez Mendizábal y objeto de los juicios más apasionados y contradictorios.
Se suprimieron también los Diezmos y Primicias que cobraba la Iglesia, quedando desde entonces a cargo del Estado los gastos del Culto y del Clero.
Por la famosa ley del 29 de julio de 1837, obra del gaditano Mendizábal, treinta y seis mil frailes se vieron exclaustrados. Y como casi todos los conventos eran edificios monumentales, los que no cayeron bajo la piqueta revolucionaria fueron convertidos en oficinas públicas y cuarteles.
Mendizábal comenzó a vender en pública subasta los bienes de la Iglesia, intentando por este medio obtener dinero para la guerra y conseguir una mejor distribución de la tierra entre los campesinos. Pero lo que únicamente se logró fue que las gentes ricas ampliaran a bajo precio su patrimonio inmobiliario.
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