Al terminar la guerra carlista, el general Espartero, a quien ya se dijo le habían dado el título de Duque de la Victoria y era el hombre más popular de España, intervino activamente en la política y fue aclamado como jefe del partido progresista.
La regente doña María Cristina colmó de honores a Espartero, aun no simpatizando con su liberalismo, pero seguidamente sancionó una ley mermando los derechos a los ayuntamientos que provocó tumultos en Madrid y en provincias.
Con el fin de aplacarlos, renunció a la regencia y le dio el gobierno al general Espartero en septiembre de 1840.
Durante los sucesos que motivaron la renuncia de María Cristina a la Regencia recibió ésta la visita del jefe político de Barcelona, quien le dijo:
-Majestad, no tema escenas deplorables. Sólo se trata de una agresión como la de La Granja, con la diferencia de ser obra de generales en vez de sargentos.
Doña María Cristina se había casado en segundas nupcias, a los pocos meses de enviudar, con un guardia de Corps llamado Fernando Muñoz, que fue ennoblecido con el título de duque de Riansares, a quien no alcanzó la atmósfera de animadversión en que los partidos avanzados envolvieron los últimos tiempos de la Regente.
La reina madre abandonó, pues, el territorio español retirándose a Francia. Regresó a España cuando tuvo que dejarla Espartero, permaneciendo al lado de su hija Isabel II hasta la revolución de 1854, en que emigró nuevamente y murió ya en tierra francesa.
En las Cortes de 1841 se otorgó la regencia a Espartero, quien no demostró en lo político las mismas aptitudes que en el ejército. Disgustados los moderados, el general O'Donnell huyó a Francia. En octubre de 1841 los generales Concha y Diego de León, a quienes Espartero debía gran parte de su triunfo en la guerra carlista, intentaron el rapto de la reina Isabel II asaltando el palacio real con sus tropas. Subían por la escalera, y, ante la resistencia de los alabarderos, emprendieron la fuga después de sostener una lucha ruidosa en la que perecieron hombres de los dos bandos. El general Concha logró salvarse, pero a Diego de León le prendieron los húsares en un pueblo cercano.
Pérez Galdós diría después de Diego de León que "era un hombre febril, hercúleo, que empezaba en un inmenso corazón y terminaba en una lanza". La arrogante figura de este héroe legendario, su valor y audacia, su atildado uniforme y su juventud de treinta y pocos años le dieron en España gran popularidad. A Diego de León le adoraban las mujeres, le admiraban los hombres y le aplaudían la plebe, los nobles y el ejército.
Prendido por los húsares, ni uno solo pensó en prestar obediencia a la rigurosa orden de Espartero. Prefirieron ser cómplices incitándolo a huir, con riesgo de afrontar las iras del regente, pero Diego de León renunció al favor y se entregó en Madrid al Consejo de Guerra, que le condenó a muerte.
La nación esperaba un decreto de indulto, que fue solicitado por la misma Isabel II y por varios generales, así como por todas las clases sociales del país. Y al negarle Espartero, con su tozudez, el indulto, levantó protestas por doquier.
Temblaban los fusiles del piquete encargado de cumplir la sentencia, y las balas hirieron al apuesto general, quien se encargó personalmente de dar la orden de "¡Fuego!" que acabó con su vida.
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