Al morir Fernando VII continuó gobernando España doña María Cristina de Borbón en nombre de su hija Isabel II, de tan sólo tres años de edad, que fue proclamada en Madrid reina de España.
Continuó al frente del gobierno el político Cea Bermúdez, partidario de la doctrina del "despotismo ilustrado", que anunció en un manifiesto dado al país reformas administrativas, prometiendo además el respeto a las leyes fundamentales y a la religión católica.
Pero el infante don Carlos no aceptó esta sucesión de su sobrina a la corona de España y sus partidarios se lanzaron a la lucha, estallando la primera guerra carlista, cuya duración y encarnizamiento se explica porque no sólo se ventilaba en ella el mejor derecho a reinar en una u otra persona, sino también el sistema de gobierno por el que se debía regir el país.
En efecto, pues mientras doña Isabel II simbolizaba el régimen constitucional, su tío don Carlos, en cambio, el absolutismo.
Y esto explica el encarnizamiento y la duración de la contienda (1836-1840) que se inició en el País Vasco, por haberse identificado la cuestión de sus fueros con los derechos de don Carlos. La guerra se extendería después a Navarra, Cataluña, Aragón, Valencia y otras regiones.
La población rural, ignorante, sumisa y manipulable, fue la que dio mayor contingente humano al carlismo; pero en las capitales dominó el espíritu liberal, formándose cuerpos de voluntarios, que se llamaron "Txapelgorris", esto es, "boinas rojas", para diferenciarse de los absolutistas, que las usaban blancas.
Inició la rebelión carlista el general Santos Ladrón, que pagó con su vida su premura. Mas su triste fin no impidió que recogieran su bandera los generales Moreno, Eguía, Jáuregui, Urbistondo, conde de España y otros jefes del ejército.
El gran caudillo de las fuerzas carlistas fue el general guipuzcoano Tomás de Zumalacárregui, experto militar que supo convertir aquellas partidas de voluntarios en un ejército formidable.
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