Es evidente que no sirvió, pues, de mucho a Carlos II si alguna vez lo leyó, el hermoso libro que con el título de "Empresas políticas o ideas de un príncipe político cristiano", que escribió el célebre Saavedra Fajardo para la educación del malogrado príncipe don Baltasar, primogénito de Felipe IV, y que es uno de los monumentos más preciosos del habla castellana.
En él se advierte a los reyes que la corona debe ser estrecha, para que conforte las sienes; y no hay en ella perla que no sea sudor, ni rubí que no sea sangre, ni diamante que no sea barreno.
La paz de Nimega marca el apogeo del reinado de Luis XIV, el cual, a despecho de lo tratad, fue incorporando en plena paz a Francia ciudades y territorios, amenazando así destruir el equilibrio europeo.
En vista de tan irritante conducta varias naciones se confederaron formando en 1686 la Liga de Ausburgo, en la que entró también España con Francia, junto a Inglaterra y Holanda.
Luis XIV invadió el Palatinado, y poco después la lucha se extendió a toda Europa. Por lo que respecta a España se vio atacada en Flandes, Cataluña, Baleares, África y América. En Flandes las tropas aliadas fueron vencidas por las francesas en la batalla de Fleurs (1690). Y aunque en Cataluña en un principio fueron derrotados los franceses, éstos acabaron por apoderarse de Ripoll, Urgel, Rosas y, en 1691, Barcelona.
El agotamiento de ambos bandos y el lamentable estado de salud de Carlos II que hacía prever próximo el problema sucesorio, determinaron la paz, que se firmó en Ryswick (cerca de La Haya), en 1697, por lo que Luis XIV, para asegurarse el afecto de Carlos II, devolvió a España todas sus conquistas.
La conducta del monarca francés obedecía al propósito de que, no teniendo sucesión Carlos II de ninguna de sus esposas, designase por heredero a LuisXIV, en razón a estar casado con una hermana del soberano español. Esta misma pretensión tenía Leopoldo I de Alemania para su hijo Carlos.
Por estas fechas, la raquítica y extenuada naturaleza del rey español no podía comunicar ya otro ser que é se le escapaba por momentos. Por eso le llamó Quintana en su "Panteón del Escorial":
"Nulo igualmente a la virtud que al vicio,
indigno de alabanza o vituperio"
Y por eso también el historiador Mignet, pasando revista a nuestros reyes austriacos, afirma:
"Carlos I fue general y rey; Felipe II sólo rey; Felipe III y Felipe IV ya no supieron ser reyes, y Carlos II ni siquiera fue hombre."
Hasta en la degradación de sus fisonomías muestran los reyes de la casa de Austria, a juzgar por los retratos que de ellos nos quedan, la degeneración de su estirpe; tan cruelmente lo dijo Viardot:
"Contemplando aquella galería se reconoce en Carlos V la penetración fina, la voluntad obstinada, la fuerza tranquila; en Felipe II la celosa suspicacia, la voluntad poderosa aún, pero astuta y vengativa; en Felipe III el conato de voluntad, pero incierta, insuficiente, el querer sin poder; en Felipe IV la debilidad indolente; y en Carlos II la imbecilidad."
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