30 sept 2013

LA OCURRENCIA DEL DUQUE DE LERMA SOBRE LOS MORISCOS

Cuando por tantas guerras estaban apurados todos los recursos del país, pensó el duque de Lerma que sería interesante expulsar de España a los moriscos, que desde el reinado de Felipe II vivían diseminados por varias provincias, ocupando en las ciudades barrios separados, que se denominaban morerías, y ejerciendo profesiones mercantiles, industriales o agrícolas.
Por considerarlos malos cristianos y peligrosos para la nación el resto del pueblo los repudiaba. Tal vez la medida de expulsión obraba un buscado efecto de encauzamiento de la tensión pública general hacia temas menos importantes que los que de verdad estaban llevando a España a una calamitosa situación.
El canónigo Navarrete, en su obra "Conversación de monarquías", dice:

"De no haber sido los moriscos tratados como infames, todos ellos se habrían venido a la religión católica; pues, si la miraban con horror era porque, aún aceptándola, se veían tan despreciados como antes, no quedándoles ni aún la esperanza de que el tiempo llegase a borrar la mancha de su origen".

También Miguel de Cervantes, en el "Coloquio de los perros" y en algunos pasajes del "Quijote" formula los cargos y acusaciones que el pueblo dirigía contra los moriscos. Dice en la primera de las citadas obras:

"Su intento es acuñar y guardar dinero acuñado; y para conseguirlo, trabajan y no comen. En entrando el real en su poder, como no sea sencillo, lo condenan a cárcel perpetua y a oscuridad eterna; de modo que, ganando siempre y gastando nunca, llegan a amontonar la mayor parte del dinero que hay en España.  Entre ellos no hay castidad, ni entran en religión ellos ni ellas; todos se casan, todos se multiplican: no los consume la guerra ni ejercicio que demasiadamente los trabaje.  No tienen criados, porque todos lo son de sí mismos.  Pero celadores prudentísimos tiene nuestra república que, considerando que España cría y tiene en su seno víboras como los moriscos, hallarán a tanto daño cierta, presta y segura salida."

Resulta interesante la reflexión de Cervantes porque en ella encontramos tres tópicos que conocemos bien en España: el odio secular a quien no pertenece al ideario de la mayoría ciudadana, la acusación de riqueza escondida que se aplicó también a los judíos y, la más moderna, el miedo a su capacidad demográfica por comparación con la de los "ciudadanos respetables".
Como quiera que sea, por todos estos motivos y otros más el monarca se decidió a firmar el decreto de expulsión de aquellos españoles tan útiles para nuestra agricultura, ahogando todavía más la economía peninsular.
Sin embargo, después de firmarlo, hubo de suspenderse su aplicación en virtud de las reclamaciones que contra tal medida hicieron no pocos nobles, en especial los de Valencia, cuyos campos cuidaban esmeradamente los pacíficos moriscos.  El entonces virrey de Valencia, el arzobispo don Juan de Ribera, se aplicó a conseguir la conversión de estas gentes; pero al conseguir escasos frutos y convencerse de que habían tramado una conspiración con los piratas berberiscos, que eran un peligro constante (recordemos) para la región levantina, aconsejó al rey que los expulsase definitivamente de España.
Felipe III renovó el edicto de expulsión, concediéndoles sólo tres días para embarcarse en los puertos señalados en la orden, y aunque algunos señores, como el marqués de Albaida y otros, les escoltaron hasta los puertos, muchos de ellos fueron víctimas de vejaciones y atropellos, que se repitieron durante la travesía marina y al desembarcar en el norte de África.
Un grupo de moriscos intentó rebelarse en la marina de Alicante, pero fue prontamente venido.  Poco después se decretaba sucesivamente la expulsión de los moriscos residentes en otras regiones, que se hizo más benevolamente y con menos premura.  El número de expulsados puede cifrarse entre los trescientos mil y los quinientos mil siendo muy difícil precisar el auténtico número.  
Con motivo de la expulsión, Cervantes manifestó:
-España quedó libre de las víboras que había criado y tenido en su seno.
La expulsión de los moriscos fue profetizada por el padre Vargas el 14 de abril de 1578, en un sermón que predicó en Ricla, pueblo aragonés, el mismo en que vino al mundo Felipe III. Apostrofando a los moriscos, dijo:
-Ya que absolutamente os negáis a venir a Cristo, sabed que hoy ha nacido en España el que os habrá de echar del reino.
Pues tenía razón.
Las consecuencias de la expulsión se hicieron sentir pronta y funestamente en el orden económico, pospuesto, en aquel momento, como en tantas otras ocasiones, al ideal político y religioso.
Los campos que labraban los moriscos se convirtieron en eriales.  Cierto cronista de Valencia dijo así:
-De reino el más florido de España, es hoy un páramo seco y deslucido por la expulsión de los moriscos.
Poco después cayó de la privanza el duque de Lerma, que había obtenido el capelo cardenalicio.  El mismo día en que ocurrió este suceso, apareció en las calles de la corte un pasquín en el que se leían estos versos, atribuidos al mordaz conde de Villamediana:

Para no morir ahorcado,
el mayor ladrón de España
se vistió de colorado.

Le reemplazó su hijo, el duque de Uceda; pero poco tiempo gozó el fruto de su ingratitud filial, pues fue desterrado de la corte apenas subió al trono Felipe IV.
Felipe III, en las postrimerías de su reinado tuvo que castigar al duque de Osuna, virrey de Nápoles, por haber intentado alzarse con la soberanía de aquel reino.  También se decidió a decretar la supresión de los fueros vascos, aunque hubo de dejar sin efecto la orden, por temor a la actitud que tomaron sus pobladores.

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