19 sept 2013

ANTONIO PÉREZ, JUAN LANUZA Y LA REVUELTA DE ARAGÓN

Felipe II no tuvo nunca favorito alguno al estilo de sus sucesores: su gobierno fue el más personal que registra la historia de las monarquías españolas.  Sobre un pupitre de lacio terciopelo azul que aún se conserva en el monasterio de El Escorial, el soberano trabajaba incesantemente, no habiendo asunto que él no examinara, ni papel que no marginase de su puño y letra con algún decreto, nota u observación.
Así pues, no fue para Antonio Pérez, un valido en quien descargara el rey el peso de la corona, sino un secretario de confianza, como los había tenido su padre.
Acusado por la voz popular del asesinato de Juan de Escobedo, secretario de don Juan de Austria, por haber descubierto los amores, o según otros, las intrigas a los asuntos de Flandes de Antonio Pérez con la princesa de Éboli, fue preso por orden del rey a instancias de los familiares del caballero asesinado, incoándosele un largo proceso.
Doña Ana de Mendoza, princesa de Éboli, había nacido en 1540. Mujer de gran hermosura, según sus contemporáneos, a pesar de ser tuerta y llevar el ojo derecho tapado por un parche, a los trece años se casó con don Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli, ministro más tarde de Felipe II.
En cierta ocasión, disgustada del mundo, fue a recluirse en el convento de Pastrana, fundación de Santa Teresa.  Al saberlo ésta, no pudo menos de exclamar:
-¿La princesa monja? ¡Perdido está el convento!
La suposición de que Felipe II concibió por ella una violenta pasión amorosa se funda en que, cuando descubrió las secretas relaciones que sostenía con Antonio Pérez, la hizo prender al mismo tiempo que a su secretario, encerrándola en una fortaleza de Pinto y desterrándola más tarde.
Antes de terminar el proceso, Antonio Pérez consiguió huir de su prisión disfrazado con los vestidos de su mujer, refugiándose en Aragón bajo el amparo del Justicia Mayor, con arreglo a un antiguo privilegio de este reino.  Entonces hizo el rey que se le acusara de delito de herejía, y que por tanto fuese sacado de la cárcel del Justicia y conducido a los calabozos de la Inquisición (hecha la ley, hecha la trampa).  Esta medida provocó un motín en Zaragoza y Antonio Pérez fue sacado de la cárcel.  A los pocos días huía hacia Francia.
Viviendo a costa de humillaciones y bajezas, anduvo de París a Londres, y como poseía secretos de Estado, se complacía en descubrirlos, aunque no desinteresadamente, a las cortes de dichos países.  Como los sucesos de Aragón no podían quedar sin castigo, Felipe II envió a Zaragoza algunas tropas para restablecer el orden, siendo condenado a muerte el Justicia don Juan Lanuza y presos algunos caballeros principales de la ciudad.
El nombre de Juan Lanuza se encuentra hoy escrito en los mármoles que decoran el salón de sesiones del Congreso de los Diputados, así como el de don Diego de Heredia, que fue otro de los jefes del ejército aragonés formado para resistir al de Felipe II.
Los jueces de este ilustre patricio no sólo le condenaron a perder la vida, sino que también quisieron arrebatarle la honra, acusándole de delitos ordinarios, con el fin de que  pasara a la posteridad como un vulgar asesino y ladrón.
Sin embargo, no se encontraron testigos que declararan acerca de los crímenes que se le imputaban, ni el acusado los confesó nunca, a pesar de habérsele aplicado el tormento.  El día en que don Juan Lanuza moría en el patíbulo la "justicia" era "ajusticiada" y los fueros de Aragón quedaron vulnerados.  Algún tiempo después, Felipe II los redujo considerablemente, con la aprobación de las Cortes de aquel reino.

No hay comentarios: