8 may 2013

ENRIQUE IV Y DOÑA JUANA DE PORTUGAL

La Corte pasó el invierno en Madrid, donde hubo, como de costumbre, derroche de fiestas venatorias y torneos, junto con orgías sardanapalaciegas y convites pantagruélicos, para acallar a fuerza de diversiones, vino y mujeres, las protestas populares y cortesanas mtivadas por la ineptitud real.
Cierto día, en un alarde de franqueza, un noble le dijo al monarca:

-Señor, sois valeroso para cazar jabalíes; pero no los sois para matar moros.  Os place holgaros con descocadas ribaldas; mas nunca os decidís a buscar una dama honesta con quien compartir el trono para que os dé el sucesor que todos deseamos.

Enrique IV se mordió los labios, porque comprendió que el noble tenía razón. Y dispuesto a matrimoniar nuevamente, solicitó la mano de doña Juana de Portugal, hermana del rey portugués Alfonso V.
Era doña Juana una mujer hermosa, morena y se dice que ardiente, que constituía el encanto de la corte lusa y esperaba serlo también de la castellana. Y a Córdoba, donde el rey se hallaba, fue conducida la novia, a quien no hizo buena impresión el hombre que iba a ser su marido.
No es de extraña, puesto que era "Enrique IV de Castilla chato hasta la exageración, rostro asimétrico, frente deprimida y orejas despegadas; feo en suma. Desgarbado de cuerpo y tosco de maneras, más hecho a galopar en monterías que a murmurar endechar al oído de una hermosa dama" (SIC).
Las bodas se celebraron en Córdoba. Si bien, como la costumbre delatora de las "sábanas nupciales" no se practicaba en Andalucía sino en Castilla, la curiosidad del público y de los cortesanos no pudo quedar satisfecha. Sin embargo, el comadreo de las camaristas resultaba bastante elocuente.
-El rey no sirve para el caso -decían burlonamente.
La reina doña Juana nada comentó. No obstante su gesto, desabrido y triste, la delataba también como esposa insatisfecha. Pero al trasladarse los reyes a Sevilla los comentarios murieron en flor, para ceder el paso a los festejos y banquetes.
Y con el tráfago y la alegría dejó de pensarse en el escabroso tema tan importante para el futuro del reino.
Para celebrar las bodas, y como demostración de la ostentación y galantería de la época, se refiere que Don Alfonso de Fonseca, arzobispo de Sevilla, obsequió a toa la corte con un portentoso banquete en el que, al servirse los postres, y como "un postre más", ofreció a la reina y sus damas unas grandes bandejas llenas de joyas de oro y pedrería, para que cada cual tomara las que fueran de su agrado.
De Andalucía pasaron los reyes a Madrid y Segovia, donde prosiguieron los festejos. Pero nada lograba disimular que la desunión del regio matrimonio era evidente, sobre todo a causa de la infidelidad del rey, quien hacía públicamente el amor a una dama de la reina llamada doña Guimar de Castro.
tan sin recato llevaban las ilícitas relaciones que eran el escándalo y la comidilla dela corte, al extremo de que doña Juana hubo de enterarse. Y, montando en cólera, arrancó el moño a su competidora, obsequiándola, además, con unos zapatos, diciéndole:
-Toma, para que aprendas a llevarle lo que no es tuyo.
Y se cuenta que añadió con despecho:
-Aunque a mí, maldito para lo que me sirve don Enrique.
Conviene añadir que el rey no cedió ante la actitud de la ofendida esposa. Lejos de ello, se limitó a apartar de la corte a doña Guiomar, poniéndole cobijo a  dos leguas de Madrid, donde la visitaba con frecuencia.
también anteriormente había tenido "pendencia de amores" con doña Catalina de Sandovl, a quien nombró luego abadesa de un convento.
Entonces cabe preguntar: ¿Era impotente o no don Enrique IV de Castilla?
Pero mientras el rey se dedicaba a cortejar a doña Guiomar, la reina doña Juana se "dejaba" seducir asiduamente por uno de los caballeros más gallardos y apuestos de la corte, llamado don Beltrán de la Cueva.  Se trataba de un andaluz, de Úbeda, prócer del reino de Jaén.  De paje de lanza y "continuo" de la Guardia Real se había elevado a mayordomo mayor (algo similar a lo que muchos siglos después ocurriría con Godoy), y todos veían en él un personaje cada día más encumbrado.
Un día, el bizarro caballero don Beltrán, emulando a Suero de Quiñones, sostuvo a las puertas de Madrid (en lo que hoy conocemos como Puerta de Hierro), un "paso de armas", manteniendo la belleza sin par de la incógnita dama de sus pensamientos, la cual, según rumores de los cortesanos, no era otra que la propia reina doña Juana.
Poco después, Enrique IV de Castilla, tras felicitar, efusivo, al triunfador, apoyó su regia mano en el hombro del galán, y le preguntó cínicamente:
-Qué, Beltrán, ¿os gusta mi esposa doña Juana?
Ante una pregunta tan inesperada, Beltrán de la Cueva quedó suspenso. Nunca había sido pusilánime, sino todo lo contrario; sin embargo, la intención de la pregunta encerraba tantas incógnitas que escasamente pudo balbucir:
-Perdonadme, señor... No he entendido vuestras palabras.
-Pues son muy claras -dijo el rey-. Contéstame: ¿estás dispuesto a servirme en algo que me interesa?
-Obedeceros en todo es mi obligación. Soy vuestro vasallo y os debo absoluto acatamineto. Disponed de mí, señor.
Tras una pausa embarazosa, habló así el rey:
-Por razones de enfermedad, no me es dable tener descendencia. He aquí, en dos palabras, lo que de ti deseo. Se que galanteas a la reina y parece que ella no te rechaza. Yo necesito tener un hijo que herede la corona y satisfaga las apetencias de mis súbditos. Te concedo libertad de acción, contando, es preciso, con que todo se haga discretamente. ¿Puedo contar para ello contigo?
Don Beltrán de la Cueva, que no salía de su asombro, se inclinó rendidamente y respondió:
-Repito, señor, que estoy dispuesto a serviros como dispongáis. Y honradísimo por ello.
Nueve meses después la reina doña Juana daba a luz una niña, que se llamó como su madre; si bien fue llamada con el sobrenombre de "la Beltraneja", por suponérsela hija de don Beltrán de la Cueva.

Lo que de esta historia haya de leyenda negra, urbana o mentidero poco sabemos en realidad, pero así ha sido transmitida la anécdota dentro de nuestra historia.

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