A la muerte de Juan II subió al trono de Castilla su hijo Enrique IV "el Impotente" (1454-1474), último rey castellano en la Edad Media y hombre indolente y huraño que tenía las más extrañas costumbres. Su reinado fue un triste periodo de anarquía, inmoralidad y decadencia.
Poco antes de empuñar el cetro, tuvo efecto el matrimonio del joven don Enrique con doña Blanca de Navarra, con la cual, en temprana edad, se había desposado.
Llegó la infanta a Valladolid y se celebraron las bodas, sucediéndole magníficas fiestas. Sin embargo, el acaecimiento epitalámico se frustró en el instante del débito conyugal.
Sabido es que era obligada costumbre de la época exhibir, a la mañana siguiente a las bodas reales y principescas, las sábanas nupciales teñidas con los resultados del himeneo, para que ante tal prueba el pueblo (congregado frente a los balcones) tuviera evidencia de la doncellez y virginidad de la novia y de que el matrimonio había sido consumado.
Lo funesto es que en la mencionada ocasión el populacho de Valladolid aguardó en vano. Las "sábanas pregoneras" no asomaron a los balcones, que se mantuvieron herméticamente cerrados.
Un halo de tristeza envolvió a la población, y no tardó el chismorreo en propalar "en secreto", la triste idea de que la princesa doña Blanca había salido del tálamo igual que entró a él (a nadie se le ocurrió pensar que pudiese haber entrado no doncella, claro, pues tal idea no está nunca en la mente de una sociedad judeocristiana de marcado carácter machista).
Justo es resaltar que el protocolo también señalaba la obligación de realizar las intimidades de la noche nupcial en presencia de un notario y varios testigos, levantándose acta acreditativa del coito (por lo que otra posibilidad sería achacable a la falta de concentración de uno o ambos contrayentes). Pero tales eran las costumbres y formalismos de aquellos tiempos absurdos. Lo cierto es que el futuro rey de Castilla no logró satisfacer sus obligaciones, lo cual creó la sensación de que tal vez ni siquiera lo intentase (al menos esa misma cultura machista no le echaba la culpa a la contrayente por el desmán).
Se cuenta que el rey don Juan II tuvo una violenta escena con su hijo, para inquirir la verdad de las habladurías que circulaban por la Corte. No negó don Enrique el hecho, después de todo fácilmente comprobable. Y al lamentarse el soberano, revolvióse el príncipe contra su reverendo padre, reprochándole:
-Vos tenéis la culpa por haberme inducido al matrimonio sin tener yo para el mismo inclinación ni aptitud.
Ahí queda eso y que cada cual entienda lo que quiera. El caso es que Don Enrique no volvió a acercarse a su esposa doña Blanca, repudiándola como si de algo ella hubiera sido culpable. Resignada, la desdichada retornó a Navarra, donde permaneció en la triste indecisión de su estado: ni soltera, ni casada, ni viuda.
Hasta que se entabló el proceso de nulidad matrimonial, siendo el mismo don Enrique quien alegó su propia impotencia "debida a hechizos y sortilegios de mis enemigos y de mi propia mujer", según manifestó.
Doña Blanca, por su parte, replicó, achacando la culpa a su marido, que "aficionado a tratos ilícitos y malos, no tenía el debido apetito, ni aún la fuerza para lo que le era lícito, especialmente con doncellas".
El asunto del repudio de doña Blanca de Navarra dejó malparado a don Enrique IV, quien inauguró su reinado con acertadas medidas de gobierno y llevó sus armas a tierra de moros, recuperando Gibraltar.
Mas siendo de carácter poco belicoso, hizo cesar bien pronto la guerra. Únicamente se limitó a tomar la plaza de Jimena, y ello sólo para vengar a Garcilaso de la Vega, muerto por los moros en una escaramuza. Por toda razón de aquellas sinrazones, el rey contestaba a los nobles disgustados:
-La vida de mis súbditos vale tanto para mí, que no quiero exponerla en los combates.
¿Un rey pacifista?
A raíz de la llegada de unos emisarios que visitaron a Enrique IV, en representación de los sublevados en Burgos, el anciano obispo de Cuenca aconsejó al joven monarca que presentara batalla a los rebeldes.
-Los que no habéis de pelear -repuso el rey- sois muy pródigos de las vidas ajenas.
A lo que el obispo, enfadado, le contestó:
-De aquí en adelante, se os dirá que sois el más inepto monarca que España conoció jamás. Y os arrepentiréis de esto, señor, cuando sea demasiado tarde.
Poco antes de empuñar el cetro, tuvo efecto el matrimonio del joven don Enrique con doña Blanca de Navarra, con la cual, en temprana edad, se había desposado.
Llegó la infanta a Valladolid y se celebraron las bodas, sucediéndole magníficas fiestas. Sin embargo, el acaecimiento epitalámico se frustró en el instante del débito conyugal.
Sabido es que era obligada costumbre de la época exhibir, a la mañana siguiente a las bodas reales y principescas, las sábanas nupciales teñidas con los resultados del himeneo, para que ante tal prueba el pueblo (congregado frente a los balcones) tuviera evidencia de la doncellez y virginidad de la novia y de que el matrimonio había sido consumado.
Lo funesto es que en la mencionada ocasión el populacho de Valladolid aguardó en vano. Las "sábanas pregoneras" no asomaron a los balcones, que se mantuvieron herméticamente cerrados.
Un halo de tristeza envolvió a la población, y no tardó el chismorreo en propalar "en secreto", la triste idea de que la princesa doña Blanca había salido del tálamo igual que entró a él (a nadie se le ocurrió pensar que pudiese haber entrado no doncella, claro, pues tal idea no está nunca en la mente de una sociedad judeocristiana de marcado carácter machista).
Justo es resaltar que el protocolo también señalaba la obligación de realizar las intimidades de la noche nupcial en presencia de un notario y varios testigos, levantándose acta acreditativa del coito (por lo que otra posibilidad sería achacable a la falta de concentración de uno o ambos contrayentes). Pero tales eran las costumbres y formalismos de aquellos tiempos absurdos. Lo cierto es que el futuro rey de Castilla no logró satisfacer sus obligaciones, lo cual creó la sensación de que tal vez ni siquiera lo intentase (al menos esa misma cultura machista no le echaba la culpa a la contrayente por el desmán).
Se cuenta que el rey don Juan II tuvo una violenta escena con su hijo, para inquirir la verdad de las habladurías que circulaban por la Corte. No negó don Enrique el hecho, después de todo fácilmente comprobable. Y al lamentarse el soberano, revolvióse el príncipe contra su reverendo padre, reprochándole:
-Vos tenéis la culpa por haberme inducido al matrimonio sin tener yo para el mismo inclinación ni aptitud.
Ahí queda eso y que cada cual entienda lo que quiera. El caso es que Don Enrique no volvió a acercarse a su esposa doña Blanca, repudiándola como si de algo ella hubiera sido culpable. Resignada, la desdichada retornó a Navarra, donde permaneció en la triste indecisión de su estado: ni soltera, ni casada, ni viuda.
Hasta que se entabló el proceso de nulidad matrimonial, siendo el mismo don Enrique quien alegó su propia impotencia "debida a hechizos y sortilegios de mis enemigos y de mi propia mujer", según manifestó.
Doña Blanca, por su parte, replicó, achacando la culpa a su marido, que "aficionado a tratos ilícitos y malos, no tenía el debido apetito, ni aún la fuerza para lo que le era lícito, especialmente con doncellas".
El asunto del repudio de doña Blanca de Navarra dejó malparado a don Enrique IV, quien inauguró su reinado con acertadas medidas de gobierno y llevó sus armas a tierra de moros, recuperando Gibraltar.
Mas siendo de carácter poco belicoso, hizo cesar bien pronto la guerra. Únicamente se limitó a tomar la plaza de Jimena, y ello sólo para vengar a Garcilaso de la Vega, muerto por los moros en una escaramuza. Por toda razón de aquellas sinrazones, el rey contestaba a los nobles disgustados:
-La vida de mis súbditos vale tanto para mí, que no quiero exponerla en los combates.
¿Un rey pacifista?
A raíz de la llegada de unos emisarios que visitaron a Enrique IV, en representación de los sublevados en Burgos, el anciano obispo de Cuenca aconsejó al joven monarca que presentara batalla a los rebeldes.
-Los que no habéis de pelear -repuso el rey- sois muy pródigos de las vidas ajenas.
A lo que el obispo, enfadado, le contestó:
-De aquí en adelante, se os dirá que sois el más inepto monarca que España conoció jamás. Y os arrepentiréis de esto, señor, cuando sea demasiado tarde.
No hay comentarios:
Publicar un comentario