Cuando Enrique III el Doliente bajó al sepulcro aún no había cumplido dos años su hijo Juan II (1406-1454). Se preparaba Castilla, por tanto, para otra minoridad.
Podía vaticinarse que iba a ser turbulenta, porque precisamente las turbulencias habían sido habituales en otras minorías. Pero la de Juan II no lo fue gracias a la regencia de su tío don Fernando de Antequera, llamado así por haber conquistado la ciudad de ese nombre, quien llevó con acierto singular las riendas del gobierno algo más de cinco años.
En efecto, esta regencia de don Fernando ofrece el raro fenómeno de que en ella hubo paz interior y engrandecimiento exterior. Y la gran calamidad para el rey y sus súbditos comenzará cuando Juan II gobierne, sin regente, en un caos vergonzoso, que se prolongará tanto como su vida y se empalmará luego con su hijo Enrique IV.
Por aquel entonces Juan II era el monarca del reino más extenso de la Península. Abarcaba ambas Castillas, León, Santander, Asturias, Galicia, Vizcaya, Álava, Guipúzcoa, Extremadura y toda Andalucía, excepto el reino musulmán de Granada.
Lástima que el reinado de Juan II fuese tan turbulento como tranquila había sido su minoría de edad. El nuevo rey era más aficionado a la literatura que a las cosas de gobierno. Así lo reconoció él mismo, cuando a la hora de morir dijo a su médico:
-¡Naciera yo mejor hijo de un obrero, e hubiera sido fraile del Abrojo e non rey de Castilla!
Don Juan II era débil de carácter y bien pronto, al darse cuenta de los abusos que comenzaban a realizar los nobles, buscó el apoyo de un cortesano con el que había compartido él sus juegos de niño, hombre de mucho temperamento, hábiles maneras y conversación fácil: Don Álvaro de Luna.
Tras nombrarlo consejero y privado, elevó su rango al de Condestable de Castilla. Esta privanza, no obstante, causó gran disgusto entre los magnates.
Don Álvaro de Luna había nacido en el año 1390. Era hijo bastardo de otro Álvaro de Luna, señor de Cañete, que le había tenido de una mujer de humilde condición y no muy limpia fama, en el pueblo de Cañete, y en el año 1388.
Cuenta uno de los biógrafos de don Álvaro de Luna que en 1406 llegó éste a Guadalajara, donde estaba la corte, en la que ocupó un puesto bajo la protección de su tío, el arzobispo, primado de Toledo y hermano de su padre. Don Álvaro tenía entonces dieciocho añños; quince más que el rey don Juan II. Su pericia en luchas y juegos, así como su don de gentes le hicieron ganarse pronto en la corte sinceras simpatías tanto de hombres como de mujeres. Las damas le miraban con agrado, y ello le deparó numerosas aventuras amorosas. Pero justo es reconocer que el afortunado galán, aunque halagado por ello, jamás alardeó de sus éxitos amorosos, ni menos presumió de ellos.
El rey Juan II comenzó a tomar a don Álvaro un cariño de absorbencia infantil. Exigía su presencia con tales entusiasmos y quedaba tan triste en las ausencias del favorito, que no cejó hasta convertirle en su consejero y privado, además de nombrarle, como antes se dijo, condestable de Castilla.
La palabra "condestable" viene de las latinas "comes stábuli" significando por consiguiente "conde de la caballería", o Caballerizo Mayor. Luego pasó a designar la más alta dignidad de la milicia.
El condestable de Castilla era el oficial superior de los ejércitos del rey tenía las llaves de la población donde estuviese el monarca, y los bandos que se echaban tenían este encabezamiento:
"Manda el Rey y el Condestable..."
Don Álvaro de Luna fue el cuarto de los condestables de Castilla. Pero la preponderancia alcanzad por don Álvaro fue tal que en realidad sustituyó al soberano. Además, el privado concibió alto nivel de la realeza tratando de elevarla hacia la monarquía absoluta y con ello chocó violentamente con la nobleza.
Tras nombrarlo consejero y privado, elevó su rango al de Condestable de Castilla. Esta privanza, no obstante, causó gran disgusto entre los magnates.
Don Álvaro de Luna había nacido en el año 1390. Era hijo bastardo de otro Álvaro de Luna, señor de Cañete, que le había tenido de una mujer de humilde condición y no muy limpia fama, en el pueblo de Cañete, y en el año 1388.
Cuenta uno de los biógrafos de don Álvaro de Luna que en 1406 llegó éste a Guadalajara, donde estaba la corte, en la que ocupó un puesto bajo la protección de su tío, el arzobispo, primado de Toledo y hermano de su padre. Don Álvaro tenía entonces dieciocho añños; quince más que el rey don Juan II. Su pericia en luchas y juegos, así como su don de gentes le hicieron ganarse pronto en la corte sinceras simpatías tanto de hombres como de mujeres. Las damas le miraban con agrado, y ello le deparó numerosas aventuras amorosas. Pero justo es reconocer que el afortunado galán, aunque halagado por ello, jamás alardeó de sus éxitos amorosos, ni menos presumió de ellos.
El rey Juan II comenzó a tomar a don Álvaro un cariño de absorbencia infantil. Exigía su presencia con tales entusiasmos y quedaba tan triste en las ausencias del favorito, que no cejó hasta convertirle en su consejero y privado, además de nombrarle, como antes se dijo, condestable de Castilla.
La palabra "condestable" viene de las latinas "comes stábuli" significando por consiguiente "conde de la caballería", o Caballerizo Mayor. Luego pasó a designar la más alta dignidad de la milicia.
El condestable de Castilla era el oficial superior de los ejércitos del rey tenía las llaves de la población donde estuviese el monarca, y los bandos que se echaban tenían este encabezamiento:
"Manda el Rey y el Condestable..."
Don Álvaro de Luna fue el cuarto de los condestables de Castilla. Pero la preponderancia alcanzad por don Álvaro fue tal que en realidad sustituyó al soberano. Además, el privado concibió alto nivel de la realeza tratando de elevarla hacia la monarquía absoluta y con ello chocó violentamente con la nobleza.
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