15 may 2013

EL PRÍNCIPE DE VIANA

Al morir Carlos III el Noble heredó la corona de Navarra su hija doña Blanca I (1425-1479), que casó en segundas nupcias con el infante don Juan, hijo de Fernando de Antequera, rey de Aragón, por lo cual adquirió el título de rey de Navarra con el nombre de Juan I.  Pero este monarca miró al principio con cierto desvío los asuntos del reino navarro, interesándose tan sólo e los de Castilla, pues fue el alma de todos aquellos partidos que se formaron en la corte de don Juan II para derrocar de poder a don Álvaro de Luna, el privado que murió en el patíbulo.
Entretanto falleció la reina doña Blanca dejando por heredero del trono a su hijo don Carlos, Príncipe de Viana, aunque rogándole que no empuñara el cetro hasta la muerte de su padre, tomando solo el título de lugarteniente del rey.  Las cosas, sin embargo, salieron de otro modo, porque el odio que siempre le mostró Juan I, avivado luego por su segunda esposa, doña Juana Enríquez, fue causa de que, haciéndose incompatibles padre e hijo, la nación se dividiera en dos partidos, designados con los nombres de agramonteses y beamonteses, defensores los primeros del rey don Juan y adictos los segundos al príncipe de Viana.  Estos nombres habían designado hasta entonces a los partidarios de dos familias poderosas y rivales,, los Agramont y los Beamont, que de antiguo venían agitando el país por competencias de mando.
No tardó en estallar pues, la guerra civil siendo contraria la fortuna del príncipe de Viaja, que, derrotado unas veces, prisionero otras, emigrado a Nápoles al lado de su tío Alfonso V, y errante por otros países mucho tiempo, pactó al fin con su padre un convenio, que aquél rompió por sutiles motivos, aprisionando de nuevo a su hijo, el infeliz príncipe.
Esto colmó ya la paciencia de los catalanes, que eran acérrimos partidarios del joven de Viana. Y sublevándose todo el país, obligó al rey don juan a poner en libertad al príncipe Carlos, que fue recibido en Barcelona con inmenso júbilo.
Pero en aquellos días murió el desgraciado príncipe, de enfermedad tan extraña y breve, que hizo sospechar si fue producida por un envenenamiento.
La memoria del príncipe de Viana fue durante mucho tiempo objeto de veneración para los catalanes, que hicieron de él casi un santo, pues decían que su sepulcro obraba milagros, como también una de sus manos, conservada en el monasterio de Poblet, la cual sanaba toda clase de granos malignos que tocara.
Y en las efemérides de la Diputación General de Cataluña se inscribió lo siguiente en la fecha correspondiente al día de su fallecimiento:

"San Carlos, primogénito de Aragón y de Sicilia.  Este príncipe, cuya corte era un Parnaso, fue también cultivador de letras y dejó, entre otros trabajos estimables, una crónica de los reyes de Navarra, una traducción de la "Ética" de Aristóteles y "Cartas e requestas poéticas" (SIC)."

También compuso, en los largos encarcelamientos que sufrió, multitud de trovas que él mismo cantaba acompañado de su laúd, para desahogar las penas que le embargaban.
A su hermana doña Blanca le cupo igual suerte que a él, pues no tardó en morir también; señalando algunos como autor o instigador de tales muertes al desnaturalizado padre de las víctimas y a su hermana Leonor. Los catalanes se alzaron entonces en armas y declararon que no volverían a la obediencia del rey don Juan.  Acto seguido ofrecieron sucesivamente la soberanía del Principado a Enrique IV de CAstilla, a un infante de Portugal y a Renato Anjou, príncipe de Anjou, príncipe francés, que mandando a España numerosas fuerzas hizo sumamente comprometida la situación del monarca navarro.
Lo peor para don Juan, sin embargo, era que se hallaba a la sazón privado de vista por habérsele formado cataratas, que por cierto le fueron batidas por un médico judío de Lleida llamado Ibarúm.  Dicho médico batió las cataratas al monarca navarro por el método llamado "reclinamiento", según se cree; pues el de la extracción no fue empleado hasta mediados del siglo XVIII por el célebre oculista llamado Daviel, quien retomó las prácticas médicas del antiguo Egipto.
Como quiera que fuese, es lo cierto que don Juan II recobró la vista en virtud de aquella operación, célebre en la historia de la medicina.  Y en acción de gracias por tal suceso, fundó en Zaragoza el convento de Santa Engracia, que tanta celebridad alcanzó durante el sitio de aquella ciudad por los franceses en la guerra de la Independencia.

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