A la muerte de Juan I de Castilla quedó su hijo Enrique III "el Doliente" (1390-1400) en una minoría de edad que, por fortuna, fue muy breve, pues despertó en muchos nobles ambiciones dormidas, no tardando en surgir las rivalidades y las envidias.
En el gobierno de Castilla se sucedieron tutores torpes, pero hábiles en cuidar sus medros personales. La armonía de la nobleza, entretanto, se quebraba por cien lados en banderías hostiles, promoviendo querellas en las que se derramaba sin cesar sangre de castellanos.
Tan anárquico carácter adquirió la sociedad de entonces que en 1391 comenzó Sevilla a asesinar judíos sin ninguna razón y sólo por desahogo de una ira inmotivada contra gente indefensa. Corría el año 1392 cuando se formó una tutela en donde el autoritario don Pedro Tenorio, prelado de Toledo, llevaba la voz cantante. Esta regencia sirvió para aquietar un tanto las ansias de dominio en otros grupos díscolos, pero la verdad es que continuó actuando en su propio provecho, y con desatención al bienestar del rey.
Tanto es así, que mientras el joven Enrique III se hallaba próximo a la miseria, viviendo con gran estrechez, el arzobispo Pedro Tenorio gastaba grandes sumas en banquetes y fiestas, rodeado de otros nobles que se habían enriquecido usurpando las rentas de la corona de Castilla.
De pronto, en 1393, don Enrique, al cumplir catorce años, se declaró mayor de edad, anunció que asumía el gobierno del reino, y celebró la boda con su prima lejana Catalina de Lancaster.
Como es sabido, ambos cónyuges eran bisnietos de don Alfonso XI y serían luego los padres de don Juan I, y, en consecuencia, abuelos de Enrique IV el Impotente y de Isabel la Católica.
Don Enrique III tenía dos hermanos más pequeños, llamados doña LEonor y don Fernando. Este último desempeñaría luego un papel notable. Al joven Don Enrique le llamaban "El Doliente" porque era delicado, enfermizo y endeble. Pero su debilidad no le impedía poseer un ánimo sereno y un corazón templado que para sí quisieran otros cuerpos robustos de salud exuberante.
Enrique III trató de extirpar de todos los pueblos el caciquismo. En Sevilla hizo ejemplares castigos con los partidarios del conde de Niebla y de don Pedro Ponce, que alteraban el sosiego público por competencias de mando, y quitó a unos y otros las alcaldías y veinticuatrías.
En Murcia hizo lo propio con los famosos bandos de Fajardos y Manueles, que mantenían aquella tierra en continuas turbulencias y agitaciones. Comisionó para ello a Ruy López Dávalos, hombre de gran energía, que, llamando al jefe de los Manueles para celebrar una entrevista, le mató y cortó la cabeza, arrojándola por el balcón a sus parciales, amenazando hacer lo mismo con todos los revoltosos que desobedecieran al rey, turbando la paz pública. Surtió efecto.
Por esta misma época había en Lugo un partido popular que alteraba el orden resistiendo el pago de los tributos. A su cabeza figuraba, con su marido y dos hermanos, la varonil "Mari-Castaña", cuyo nombre se hizo famoso, conservándolo la tradición popular para indicar tiempos remotos y de vaga determinación cronológica.
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