6 nov 2012

EL MISTERIO DE TARTESSOS

La tradición clásica -posteriormente recuperada e idealizada en el Renacimiento- nos presenta una Tartessos mitificada, convertida en una cultura dotada de riquezas y una tierra pródiga en metales preciosos, hasta el punto de que un escritor como Posidonio -según nos transmite Estrabón- se podía sentir invitado a pensar y a escribir que su subsuelo estaba regido, no por el infernal Hades, sino por Plutón. Sus monarcas, como Argntonio, adquieren el perfil -así nos lo cuentan Herodoto y otros autores- de los todopoderosos soberanos orientales, de fortuna inigualable y, sobre todo, tan longevos que casi pisan el umbral de la divina inmortalidad.
Se trata, evidentemente, de una carga mítica y literaria que ha ido rodeando la cultura tartéssica de un halo de fantasía nada positivo a la hora de indagar en la realidad histórica.  Recuperar la realidad se ha convertido en el empeño de la moderna investigación histórica, que ha puesto cerco al problema en todos sus frentes con un minucioso análisis de los textos, para determinar sus validez, sus límites y el alcance de cara a utilizarlos como fuente histórica.
Los avances han sido considerables, si bien los problemas que plantea la cuestión no están, ni mucho menos,  resueltos.
La hipótesis más ampliamente aceptada en principio no es fue que la que veía en Tartessos el fruto de una evolución milenaria enraizada en el Calcolítico, la época en que, por buena parte del Mediodía peninsular, brillaron las primeras culturas del metal; grandes sepulturas colectivas de cámara y recios poblados amurallados -como los de Zambujal, junto a Lisboa, y Los Millares, en Almería- son sus manifestaciones materiales más importantes.  Los sepulcros megalíticos llegaron a ser llamados tartésicos por algún que otro investigador, expresión sintética de una hipótesis antigua muy defendida todavía hoy a partir de las secuencias estratigráficas en las que presumiblemente se corroboraría ese proceso de larga maduración que acabaría desembocando en la civilización tartésica.
Sin embargo, el análisis arqueológico viene a dar prácticamente por zanjada esta cuestión, con la conclusión más firme de que Tartessos se perfila como un fenómeno cultural fundamentalmente nuevo, asociado a un horizonte arqueológico bastante definido correspondiente ya al Bronce Final y lindante con los comienzos de la Edad del Hierro.  Esto no significa que las fases anteriores no tengan importancia, ya sea el Calcolítico, el Bronce Pleno, con la referencia clásica de la cultura del Argar.  Durante sus fases se forjan, en los milenios tercero y segundo a. C., sustratos y tendencias que explican el florecimiento de esta singular cultura.  Pero existe una cesura que no permite explicar la ebullición cultural asociable a esa floración como consecuencia de la trayectoria anterior, y en el balance que pudiera hacerse entre lo viejo y lo nuevo, predomina lo último.
La cesura con las etapas históricas anteriores se detecta a fines del segundo milenio, tras una compleja fase de atonía conocida como el Bronce Tardío, que se extiende entre el 1.300 y el 1.100 a.C.  Está mejor caracterizado en la Andalucía oriental o en el sudeste peninsular, en relación con las etapas argáricas de las que depende, y peor en la baja Andalucía, que se presenta con rasgos propios en función de una problemática peculiar en la segunda mitad del segundo milenio, que es ahora foco de principal atención en la investigación arqueológica para comprender mejor el posterior florecimiento de Tartessos.  Los hallazgos de cerámicas micénicas del yacimiento de Llanete de los Moros, en Montoro (Córdoba), han llamado la atención sobre la existencia de una etapa anterior al Bronce Final tartésico de gran interés, manifiesto, entre otras cosas sorprendentes, en la proliferación de cerámicas a torno, con claros nexos y débitos con las culturas del Mediterráneo oriental.
La definitiva renovación del pulso cultural y económico de la región nuclear de Tartessos en la baja Andalucía se sitúa en la transición del segundo milenio al primero, en que empieza el Bronce Final con un gran empuje que se manifiesta en una excepcional acumulación de novedades de importancia.  Empiezan por una reorganización territorial con la que arranca la definición de la estructura urbana que conocemos.  Se ocupan por primera vez en la mayoría de los casos, y tras una interrupción o profunda decadencia en los demás, centros como Huelva, Tejada la Vieja, Sevilla, Coria del Río, Carambolo, el Cerro de la Cabeza, el Cerro Macareno, Asta Regia, El Castillo de Doña Blanca, Córdoba y muchos otros lugares, casi todos enclavados en las provincias de Huelva, Sevilla y Cádiz.
Se pone de manifiesto la importancia del foco geográfico del bajo Guadalquivir, y la virtualidad de unos centros escogidos en función de la proximidad de lugares adecuados para el desarrollo de una economía polifacética -agrícola, ganadera y minera- y, sobre todo, de su aptitud para una fácil comunicación que permitía un activo comercio con otros pueblos peninsulares y con aquellos que llegaban allende los mares.  Son los planteamientos de una organización eminentemente urbana, que empieza a configurarse con toda complejidad y que deviene en un alto nivel de desarrollo, proyectado tanto a cada centro de población en particular, como a la organización general de un amplio territorio, imprescindible como escenario propio de las formas de vida urbanas.
La cultura material de este Bronce Final tartésico se muestra con gran brillantez, reconocible en sus productos más característicos, como lo son las cerámicas bruñidas y pintadas, las armas de bronce y un rico conjunto de estelas funerarias.  Su interpretación arqueológica ha dado lugar a diversas hipótesis acerca de su etapa inicial y de su origen como auténtica civilización.
Se ha especulado mucho sobre la llegada o imposición de poblaciones celtas o indoeuropeas llegadas desde el interior peninsular, después de una larga migración por el continente europeo.  También se ha sugerido un fenómeno vinculado al Bronce Atlántico, como si el Bronce Final Tartésico fuese una de sus facies regionales.
Pero la opinión más coherente por ahora es que Tartessos fue una civilización vinculada a las culturas mediterráneas.  Su etapa inicial y formativa, previa a la colonización fenicia, puede ser una de tantas consecuencias de la proyección hacia Occidente de las culturas del ámbito egeo como consecuencia de la crisis de la civilización micénica, a finales del segundo milenio, náufraga e el torbellino originado por la acción de los llamados Pueblos del Mar.  Algunos de éstos, junto con gentes del amplio círculo micénico, debieron emigrar hasta la Península Ibérica, al amor de sus buenas condiciones naturales y de su riqueza minera.  De todo ello debían tener noticia los micénicos, por los contactos demostrados ya por el hallazgo de las cerámicas micénicas de Montoro, que no deben ser, con seguridad, las únicas que proporcionen las excavaciones arqueológicas.  Como para Italia se acepta, en base al mito de los nostoi, esto es, de los emigrantes de la guerra de Troya, que se repartieron por todo el Mediterráneo y llegaron a nuestra Península, no son sino la versión novelada de acontecimientos que, en civilizaciones principales mediterráneas, como la misma romana, se recordaban sobre sus remotas fases de formación.
Así se formó la etapa de Tartessos que, por los rasgos de su producción artística, hemos llamado período geométrico, fechable, aproximadamente, entre el año 1.000 a. C. y el siglo VIII a.C.  A partir de esta centuria se produce, según los datos arqueológicos, la colonización fenicia, determinante de una nueva época en la historia de Tartessos, que puede denominarse etapa orientalizante.  Los colonos fenicios, desde su establecimiento principal de Gadir (Cádiz) y los demás de la costa mediterránea, impondrán a los tartesios sus leyes económicas, que son las del mercado, que ellos controlan, a cambio de remontarlos a su mayor esplendor.  Por la mediación de los fenicios, a la que se sumó más tarde la de los griegos, Tartessos alcanzó la prosperidad que la hizo figurar en las tradiciones antiguas como paradigma de la felicidad y de la riqueza.  Su cultura quedó así fuertemente impregnada por los préstamos de los colonos, principalmente los fenicios, en todos los terrenos, hasta el punto de resultar muy difícil, si no imposible, distinguir lo tartésico de lo fenicio colonial.
Pero en la prosperidad del Tartessos orientalizante estaba también el germen de su propia decadencia.  La vinculación y dependencia de los colonos fenicios hizo que los tirios, en su crisis del siglo VI a.C., arrastraran en su caída a los tartesios.  Se desencadenaron fenómenos, como siempre, de gran complejidad. El giro de la acción de los semitas en el Mediterráneo occidental bajo el liderazgo de los cartagineses, más deseosos de controlar directamente los centros de interés económico que sus predecesores tirios; los cambios en la coyuntura económica por la importancia creciente del hierro; la presión y penetración de los pueblos celtas del interior peninsular, dispuestos a aprovechar un momento de debilidad que les favorecía, como muchos siglos más tarde harían los mal llamados bárbaros con el Imperio Romano.  La crisis de Tartessos se va haciendo palpable conforme avanza el siglo VI a.C. y comienza una etapa reconocible como nueva: la que consideramos propia de las culturas turdetana e ibérica.  No obstante, la investigación reciente demuestra una clara continuidad entre Tartessos y las culturas posteriores de los ámbitos desarrollados de la Península, y la formación de las culturas ibéricas sobre la importante plataforma asentada precisamente por la civilización tartésica.

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