Con el nombramiento de Carrero comienzan a romperse muchas expectativas en la clase política entre aquellos que hacían quinielas sobre su propio futuro. Y no solamente entre ellos. Tampoco en determinados sectores del Ejército sentó muy bien la decisión de Franco. Ni siquiera los representantes de la Iglesia, que apostaba por la apertura y el cambio, veían en Carrero a la persona con la que poder entenderse. Y es que Carrero era muy buen católico, pero muy simple en su concepción del catolicismo. Nunca entendió el Concilio, nunca comprendió la libertad religiosa. Era un católico recio, pero con una formación religiosa insuficiente para afrontar los problemas que tenía el Estado con la Iglesia.
Carrero, pues, se convertía en un estorbo desde el mismo instante de su nombramiento. Para los más aperturistas era el hombre que iba a bloquear los partidos políticos. Para los hombres del Movimiento y la familia Franco, la persona que iba a traer al Rey Juan Carlos y a instaurar una monarquía de la que desconfiaban y que podría terminar con aquello que tanto les había costado conseguir y conservar.
Tampoco ofrecía garantías a los aliados ni aceptaba de buen grado la subordinación a los intereses americanos: tres meses antes de su muerte se negó a una petición de los Estados Unidos para utilizar las bases españolas en la guerra egipcio-israelí. Tal actitud no gustó en el Pentágono.
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