El 14 de julio de 1972 Franco decide que, de producirse la vacante de la Jefatura de Estado sin haberse designado presidente del Gobierno, el vicepresidente quedaría investido de la Presidencia, hasta que el Rey hiciese uso de la potestad que le otorgaba el artículo 15 de la ley Orgánica (es decir, decidir el cese del presidente, de acuerdo con el Consejo del Reino).
Para entonces, Carrero ya se había convertido definitivamente en la voluntad del Caudillo, pero de un Franco de antaño, como si el tiempo no hubiera transcurrido para nadie. Tal era la deriva del Régimen, que negaba la realidad a toda costa.
A mediados de 1973, Franco llama al príncipe don Juan Carlos y le comunica que ha tomado la determinación de nombrar a Carrero Blanco presidente del Gobierno.
Fue 1973 un año de huelgas y desórdenes sociales. La oposición iba a hacer todo lo posible en la calle para ayudar al régimen en su caída. De hecho, no todo estaba "atado y bien atado". La oposición abierta de las universidades, fábricas y nacionalidades periféricas continuaba intensificándose. Veinte mil mineros estaban en huelga en Asturias. A medida que progresaba el año, hubo importantes conflictos laborales en los astilleros, en las industrias de la construcción en Granada y Madrid y en el metro de la capital, todos los cuales tuvieron como respuesta la violencia policial.
Muy poco antes de su asesinato, Carrero Blanco escribió unas notas dirigidas a sus ministros. En ellas manifestaba una vez más y con energía sus máximas preocupaciones al respecto de las fuerzas externas que a su juicio amenazaban al régimen. A través de ellas podemos ver los mismos fantasmas de la Guerra Civil. Se repetían las obsesiones franquistas por la masonería y el comunismo como amenazas internacionales. "La masonería ataca al régimen español porque quiere en España un sistema demoliberal". Los masones, tal y como lo entendía Carrero, estaban ya mucho más cerca de lo que sus análisis le permitían ver y la monarquía, que pronto habría de llegar de nuevo a España, no representaba, ni por asomo, aquello que el almirante quería para su país. Por eso, cuando el presidente Carrero habla de sus temores de que pudiera llegar a producirse en España "un resbalamiento hacia el liberalismo económico y político", no hacía sino apuntar hacia lo que ya estaba en el ambiente.
La crisis desatada tras el escándalo Matesa, las buenas gestiones de Laureano López Rodó y las presiones del exterior hacen ver a Franco que ya ha llegado la hora de delegar la Presidencia del Gobierno y, el 9 de junio de 1973, designa a Luis Carrero Blanco como presidente. El primer presidente desde la Guerra Civil y también, como veremos, uno de los más breves. Franco actúa, como siempre, a su manera. No nombra a alguien capaz de llevar a cabo aquella "apertura" pedida por los Estados Unidos, reclamada desde los sectores más liberales del Régimen y peleada en la calle por los ilegales grupos de la oposición clandestina.
Lo que hace el Caudillo es una maniobra política que satisface sólo a algunos. Tan sólo a él, al Príncipe Juan Carlos y al Opus Dei. A Franco, porque así cumple con la palabra dada, pero lo deja todo bajo el control de su hombre de confianza, con tantas aversiones como las que él mismo tenía. Al Príncipe, porque de esta manera el futuro rey de España sigue teniendo un poderoso escudo tras el que protegerse de los peligros que le acechan. Y al Opus Dei, porque se mantiene en el poder.
Carrero era la persona idónea en aquellos momentos para hacer el recambio en los últimos años del franquismo. Incluso Estados Unidos, las fuerzas de oposición y no pocos hombres del régimen opinaban eso. Y es que Carrero era capaz de cumplir hasta el final los deseos de Fanco y de mantener la estabilidad de España cara a una transición controlada, suave y pacífica.
Que la dictadura sobreviviese a Franco era impensable para todos, ni las Naciones Unidas lo hubieran permitido (por no hablar de la Unión Europea), pero mucho menos el Departamento de Estado de los Estados Unidos. La Democracia estaba prevista ya por aquellas fechas. Otra cosa es que Carrero lo supiese.
Y es que Carrero era alérgico a los partidos políticos y veía en el asociacionismo una puerta falsa por donde éstos podrían producirse. Sobra decir que cuando hablaban de partidos ni a Carrero ni a Franco se les ocurrió jamás en pensar en los comunistas. El almirante estaba infuido por el recuerdo de los partidos políticos que conoció en su juventud, pocos años antes de la Guerra Civil. Afirmaba que los partidos políticos estaban mediatizados por las centrales políticas de otros países, por las internacionales de los partidos, y que eso condicionaba mucho las circunstancias políticas.
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