8 oct 2012

LA SUCESIÓN DE FRANCISCO FRANCO Y EL FUTURO DEL RÉGIMEN (I)

La lucha por la sucesión a la jefatura del Estado se había convertido a finales de los años sesenta en una confrontación política de enorme envergadura.  Los tecnócratas del Régimen apoyaban al príncipe don Juan Carlos.  El llamado "búnker", constituido por los más inmovilistas, por el contrario, pretendían que a la muerte del Caudillo fuera el ejército quien se hiciera con el poder y que un general ocupara la "regencia".
No se trataba de una batalla entre monárquicos y antimonárquicos.  Lo que los sectores enfrentados buscaban era convertirse en albaceas del posfranquismo; los unos para conservar las esencias del Régimen, y los otros para acometer una operación cosmética de la política nacional ante las enormes presiones del exterior, que pedían el final de la dictadura o, cuando menos, que la muerte de Franco diera paso a un período predemocrático en el que se reconocieran las libertades mínimas, se liberara a los presos políticos (que los había, y muchos) y se legalizaran algunos de los partidos de la oposición que actuaban en la clandestinidad (especialmente los nacionalistas y los partidos comunista y socialista).  De lo que se trataba en aquellos años era de combinar los ingredientes necesarios para que el régimen pudiera sobrevivir cuando Franco, ya caduco, faltara sin que ello supusiera cambiar en lo sustancial el entramado político mantenido durante casi cuarenta años.
Franco era ya en aquellos momentos un hombre con la voluntad dividida.  Por un lado, recibía las presiones de su familia y de buena parte de su entorno y, por el otro, las de Carrero Blanco y el grupo formado por los ministros y hombres cercanos al Opus Dei, que no dejaban de luchar por llevar a la Jefatura del Estado al príncipe don Juan Carlos.
La influencia de su hombre de confianza, Luis Carrero Blanco, consiguió que el dictador diera el paso que tanto le costaba designando a don Juan Carlos como su sucesor.  Previamente se había "allanado el terreno" para que nadie pudiera hacer sobra al candidato de Franco y de Carrero Blanco.  En diciembre de 1968 fue expulsada de España la familia Borbón-Parma.  Un año más tarde, antes de que las Cortes designaran al príncipe Juan Carlos como futuro rey de España en sesión solemne, Carrero hizo saber a Don Juan, el padre del futuro rey y heredero legítimo de la Corona de España, la decisión tomada por el Caudillo: si quería la vuelta de la monarquía a España habría de ser a costa de la renuncia en favor de su hijo.  Esta "vuelta de tuerca" suponía un cambio en el orden de la línea dinástica.  Con el consentimiento o no de Don Juan, Franco iba a designar sucesor a la Jefatura del Estado a don Juan Carlos de Borbón, que reinaría con el nombre de Juan Carlos I.  Sería la suya una monarquía continuadora del régimen.  Todo iba a quedar "atado y bien atado".
Pero todavía quedaba un último escollo por salvar: el de Alfonso de Borbón Dampierre, hijo de don Jaime, el mayor de los herederos de Alfonso XIII, que había renunciado a su derecho a la Corona en favor de su hermano Juan, el padre del príncipe Juan Carlos.
El Príncipe haría bien su papel de lavado de cara ante el exterior y sabría salvaguardar las "gloriosas esencias" del Movimiento Nacional.  Juan Carlos había jurado los Principios Fundamentales del Movimientoy había manifestado públicamente su lealtad a Franco y a todo lo que él representaba.  Atrás quedaban ya aquellas declaraciones hechas por el Príncipe al semanario francés Point de vue (22 de noviembre de 1968): "Jamás, jamás aceptaré reinar mientras viva mi padre.  Él es el Rey. Si estoy aquí es para que haya una representación viva de la dinastía española, toda vez que mi padre está en Portugal".  Efectivamente, don Juan estaba en Estoril exiliado.
El 1 de enero de 1969, Juan Carlos fue nombrado capitán de los Ejércitos.  Días después, en unas declaraciones al director de la agencia EFE, dejó bien claro su propósito de cumplir lo estipulado en la Ley Orgánica cuando sucediese a Franco.
La respuesta de don Juan fue más que dura.  Desde Estoril se desmarcó de lo que consideraba una maniobra política.
El nombre del príncipe Juan Carlos se escuchó solemnemente en el hemiciclo del Congreso el 23 de julio de 1969.   Ese día, las Cortes fueron escenario de uno de los más extraños rituales de la Historia de las Españas.  Don Juan Carlos, futuro Rey, prestó juramento de fidelidad al Caudillo Franco. El Generalísimo, de pie,  el Príncipe, de rodillas, compusieron un cuadro insólito y denigrante.  Don Juan Carlos sólo podría ejercer como Rey cuando Franco, que era el jefe del Estado vitalicio, falleciese.  El Generalísimo había dejado bien claro que seguiría rigiendo los destinos de España "mientras Dios le concediese vida".  Don Juan Carlos de Borbón tendría que resignarse a ser un objeto más en las fuertes manos del régimen.
Los puntos y las comas de cuál había de ser su actuación ya los había plasmado el almirante Carrero Blanco en un papel.  Para ser Rey a la muerte del Caudillo no serviría cualquiera.  Había de reunir determinados requisitos y el más importante era el de aceptar ser un mero objeto decorativo en los salones de El Pardo.  Por eso se marcaron cinco condiciones: 
-Separar de su lado a aquellas personas que por su misión masónica atentasen en realidad contra la monarquía.
-Condenar las actividades de los "rojos" en el extranjero.
-Dejar al Caudillo la elección del momento y cooperar a dar la sensación de estabilidad del régimen.
-Desautorizar toda conspiración que se urdiese en su nombre.
-El Caudillo mantendría una relación y cambio de impresiones con él sobre sus propósitos y orientaciones, pero en orden a la conveniencia de no dar una impresión de relevo en los momentos en que toda la fortaleza interior fuese necesaria para hacer frente a las presiones exteriores, pues todo se había de llevar a cabo con el mayor secreto.
Para Carrero Blanco, el futuro Rey no era otra cosa que la guinda sobre la tarta que le daría a la misma una espléndida nota de color.

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