14 oct 2012

LA MUERTE DE FRANCO Y EL ASCENSO DEL REY JUAN CARLOS I

Durante 1974, el dictador comenzó a dar muestras más que evidentes de senilidad.  Su deterioro físico hacía imposible ocultar el avance del parkinson.  Fueron meses duros para unas España tremendamente sacudida por la crisis del petróleo.  El gobierno de Arias Navarro, inmovilista, retrógrado y cerril sufrió el castigo de las instituciones internacionales, muy especialmente en 1975, tras el juicio de los ocho miembros del grupo terrorista FRAP, condenados a la pena de muerte (tres penas se conmutaron y cinco fueron ejecutadas ante el rechazo internacional y del propio Vaticano).  Quince países con representación diplomática en España llamaron a consultas a sus embajadores y en Marruecos se empezó a gestar lo que sería la Marcha Verde, que provocó la salida de España de los territorios del Sáhara Occidental meses después.
El 1 de octubre de 1975 sería la última vez que los españoles verían a su caudillo con vida en un acto público, cuando arengó a las masas concentradas frente al Palacio de Oriente sobre la amenaza comunista y masónica que se cernía sobre España.
Tras una lenta y dolorosa agonía plagada de errores médicos y desconcierto facultativo, el general Franco moriría oficialmente en la noche del 20 de noviembre de 1975. Se calcula que 300.000 y 500.000 personas desfilaron ante la capilla ardiente situada en el salón de columnas de Palacio de Oriente, que estuvo abierta al público durante más de 50 horas.  Al sepelio en el Valle de los Caídos acudieron contadas autoridades internacionales, destacándose el dictador chileno Augusto Pinochet, el rey Hussein de Jordania y el príncipe Rainiero de Mónaco. 
A pesar de las no pocas trabas y cortapisas de los inmovilistas, los mecanismos sucesorios funcionaron y Don Juan Carlos fue investido rey el 22 de noviembre de 1975, tras aceptar una vez más, pero en esta ocasión como monarca, los términos de la legislación del Régimen.
Ante el escepticismo de los políticos del Movimiento y de la oposición democrática del exilio, el Rey Don Juan Carlos acometió la dura tarea de dirigir el desmantelamiento progresivo pero inexorable del régimen.   Figuras relevantes como Torcuato Fernández Miranda hicieron posible la traición jurídica a la palabra dada y el paso pacífico a un régimen que se preveía democrático parlamentario.  Las decisiones tomadas por el monarca no fueron, obviamente, del gusto de los más inmovilistas.  Arias Navarro dimitió como presidente del Gobierno, lo que le permitió al Rey situar a un hombre joven, prometedor, leal y que había pasado desapercibido aquellos años al mando del Gabinete.  Nos referimos a Adolfo Suárez.
Sería muy largo profundizar en el proceso histórico de la Transición española.  Baste decir que, con el total apoyo internacional y tras ser superada la crisis del Sáhara occidental (con la retirada unilateral de las tropas españolas, lo cual dio lugar a un conflicto en la zona que sigue todavía vigente en nuestros días), las primeras medidas del gobierno de Suárez fueron directamente encaminadas a la normalización sociopolítica del país, lo cual pasó por la legalización del Partido Comunista y el regreso paulatino de multitud de opositores exiliados, como Josep Tarradellas, Santiago Carrillo o Dolores Ibárruri.  Estas y otras medidas generaron un gran descontento social en los sectores más reivindicativos de la Dictadura, pero a pesar de la inevitable conflictividad social desencadenada, con la aparición de grupos paramilitares terroristas de distintas ideologías, podemos afirmar que la Transición fue pacífica aunque difícil.
Se creó un parlamento de consenso para perfilar la forma jurídica del nuevo estado español y redactar una nueva constitución que sería aprobada en referéndum por los españoles en 1978. Lo más importante, aunque incómodo para muchos, fue la altura democrática de los responsables políticos que supieron gestionar una atmósfera de respeto y concordia para que nunca jamás se repitiera una Guerra Civil y España entrase en su propio futuro con la garantía de que todas las ideas, defendidas pacíficamente ante las urnas, tendrían cabida en un sistema constitucional, democrático y parlamentario sostenido sobre los pilares de la separación de poderes, el sufragio universal y la figura de un Jefe de Estado que sería el símbolo garante de la estabilidad nacional sin intervención directa en la gobernación del país.

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