En los años 80 de siglo XX, el profesor y alcalde de Madrid, don Enrique Tierno Galván habló en más de una ocasíón del "páramo cultural del franquismo". No entra en mi ánimo ofender a la inteligencia haciendo una apología de la Dictadura, pero entra aún menos la intención de obviar el hecho de que, si algo tuvo positivo el franquismo, fue su vida intelectual dentro y fuera de las fronteras de España.
Decía Dionisio Ridruejo que "durante casi toda la década de 1940 a 1950 la investigación y la enseñanza se convirtieron en empresas oficiales del Estado con frecuencia delegadas a la Iglesia. Sin duda se empleó un considerable arsenal de aportaciones materiales para restaurarlas, pero su vida interior fue censurada y dirigida a sus fines por algo muy distinto del impulso libre, sin el que toda la vida intelectual tiende a hacerse mero oficio. La especulación teórica versaba sobre temas metafísicos o sociológicos, haciéndose penosa por sus condicionantes doctrinales y la presión de la censura...".
Las mismas limitaciones se daban en la literatura nacional o importada. Nada que estuviera en el Índice romano podía publicarse en España (por eso había editoriales, como Aguilar, que imprimían sus "fascículos prohibidos" en México y los importaban a España lustro tras lustro, pues la ley franquista concedía la venta de determinadas obras hasta la extinción de los volúmenes disponibles -unos volúmenes que no se acababan nunca-). En una ocasión hubo una reclamación alemana porque no podían publicarse algunas obras de Goethe. Por lo que se refiere a los órganos de difusión, los que no eran oficiales estaba fiscalizados de hecho, como las escuelas y las universidades, en las cuales la jerarquía eclesiástica ejercía una potestad censora, como en principio se determinó en el Concordato de 1951. El fin de la guerra significó la desaparición por muerte, emigración, etc, de una buena parte de la intelectualidad española, con lo que el problema pareció reducirse de cara al exterior.
Pero una de las corrientes que se impuso ante la necesidad del régimen de disponer de un aparato cultural propio fue -y aquí volvemos al trabajo de Ridruejo- la de los integristas, para los que era inaceptable autonomía de la vida intelectual. Ante la necesidad de tener una técnica y una investigación, ésta se supeditaba tanto a la ortodoxia de los fines como a la fidelidad de sus ejecutores. Siguiendo este camino, se creó el Instituto de Investigaciones Científicas, del que se excluyó cualquier posible heterodoxia. Si en la biología y en la física se prescindió, como señalaba Pedro Laín Entralgo, de los herederos de Cajal y Cabrera, en el campo de la filosofía se arrinconó la crítica, incluso la de Ortega, marcándose el tomismo como único camino válido.
Se trataba, en definitiva, de encontrar el puente válido entre la grandeza de una España pasada con la grandeza de una España futura, olvidando el pasado más inmediato de la historia, y acaso el que pudo ser más fructífero, si las circunstancias lo hubieran permitido.
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