Desde 1937 Franco planeaba la fusión de los grupos juveniles católicos con los carlistas y la Falange. De las fuerzas políticas integrantes del Estado en la zona nacional, la más importante era sin duda la Falange, no solamente por el papel relevante que había adquirido como consecuencia de haber sido uno de los elementos que coadyuvaron a la proclamación del Alzamiento, sino también porque, al igual que en la zona republicana se había producido un vertiginoso crecimiento del Partido Comunista, en la nacional había ocurrido lo mismo con la Falange, aunque ni su influencia sobre el gobierno ni el papel que desempeñaría en la política de los nacionales alcanzaron la importancia que el Partido Comunista desempeñó en el bando republicano.
Después de la muerte de José Antonio Primo de Rivera, la Falange había llegado a alcanzar más de dos millones de afiliados. Este crecimiento exorbitado hacía notar la falta de homogeneidad y de unidad ideológica. En efecto, a la Falange habían llegado gentes que originariamente nada tenían que ver con ella: intelectuales herederos de las ideas de reforma social de José Antonio, frente a una gran mayoría que no era otra cosa que una amalgama de jovenzuelos apasionados y arribistas y jóvenes católicos universitarios. El único nexo de unión entre ellos era la creación de un orden nuevo capaz de desterrar el comunismo y los privilegios de casta que habían gozado siempre la aristocracia y el clero. Pero la acefalia de la Falange exigía una cabeza destacada que llevase a cabo su programa de reformas sociales y aglutinase a lo distintos grupos, máxime cuando se trataba de un movimiento idealista, en el cual el culto al héroe, al gran hombre, capaz de los mayores sacrificios y que encarnase las virtudes de su ideología era importantísimo. Por eso, cuando Franco fue encumbrado a la cima del poder dentro del contexto del movimiento nacional, ellos (que se consideraban co-creadores) le designaron jefe, entrando desde entonces a formar parte de la vida política constitucional española por derecho propio
Emocionalmente eran tan antiburgueses como anticomunistas. Imitando a los nazis, hablaban de sangre y de raza, pero sin ningún objetivo práctico a la vista. Hablaban también del destino imperial de España, a veces azorando al gobierno con la publicación de mapas de "Iberia", en los cuales la frontera portuguesa no figuraba, y de vez en cuando servían al gobierno haciendo gestos amenazadores en dirección a Gibraltar. Sin embargo, no todos los líderes falangistas eran partidarios de la unificación: Hedilla creía que esto significaría el fin de la Falange como partido político independiente, basado en las ideas sociales de José Antonio. No obstante, la crisis política a que esta postura dio lugar fue dominada con facilidad por los militares, en contraste muy significativo con lo que estaba sufriendo casi simultáneamente el bando republicano.
Mientras que la gran mayoría falangista aceptó la fusión como una necesidad de su partido para sobrevivir, los tradicionalistas la aceptaron con escaso entusiasmo. Como monárquicos, detestaban a los que habrían de ser sus compañeros de viaje, los falangistas; al mismo tiempo, no les gustaba el sesgo que iba tomando el nuevo Estado, distinto a su pensamiento político; mas en otros aspectos les compensaba el pensar en la restauración de la unidad católica.
Entre los militares, no todos eran partidarios de la unificación, puesto que la simpatía por los falangista no era general, siendo gran número de ellos "monárquicos alfonsinos a la vieja usanza".
Sin embargo, en contraste con los civiles, los militares estaban muy unidos y aceptaron la decisión de Franco de unificar los partidos, lo que se llevó a cabo mediante el Decreto de Unificación del 19 de abril. El nuevo partido unificado, al que quedaron afiliados automáticamente lo militares y los funcionarios públicos, conformaría al nuevo Estado político mediante la combinación de ciertos rasgos superficiales fascistas con la estructura militar de las dictadura y teniendo como característica más importante el respeto a la tradición española.
Mientras que la gran mayoría falangista aceptó la fusión como una necesidad de su partido para sobrevivir, los tradicionalistas la aceptaron con escaso entusiasmo. Como monárquicos, detestaban a los que habrían de ser sus compañeros de viaje, los falangistas; al mismo tiempo, no les gustaba el sesgo que iba tomando el nuevo Estado, distinto a su pensamiento político; mas en otros aspectos les compensaba el pensar en la restauración de la unidad católica.
Entre los militares, no todos eran partidarios de la unificación, puesto que la simpatía por los falangista no era general, siendo gran número de ellos "monárquicos alfonsinos a la vieja usanza".
Sin embargo, en contraste con los civiles, los militares estaban muy unidos y aceptaron la decisión de Franco de unificar los partidos, lo que se llevó a cabo mediante el Decreto de Unificación del 19 de abril. El nuevo partido unificado, al que quedaron afiliados automáticamente lo militares y los funcionarios públicos, conformaría al nuevo Estado político mediante la combinación de ciertos rasgos superficiales fascistas con la estructura militar de las dictadura y teniendo como característica más importante el respeto a la tradición española.
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