10 ago 2012

LA REVOLUCIÓN DE 1934 (III)

La tercera fase de la revolución de 1934 corresponde a Asturias.  Ya hemos dicho que, como movimiento nacional, la revolución fue un fracaso.  Esto señala el aislamiento en que estuvo inmersa la revolución asturiana, y será importante para explicar los acontecimientos.
A diferencia de Cataluña, el movimiento surgió de abajo, sin colaboración burguesa, caracterizado por la unidad revolucionaria y el armamento de obreros.
Anarquistas de Gijón, mineros socialistas y comunistas, cuya influencia crecía, olvidando sus querellas y previendo el peligro de la desunión, adoptaron un frente común.  Por primera vez, todas las organizaciones obreras españolas estaban unidas y, aunque no sin disensiones, lanzaron su "slogan" común: U.H.P. (Unión de Hermanos Proletarios).
El centro del movimiento fueron las minas de Mieres.  El 4 de octubre de 1934 los comités revolucionarios locales decidieron inmediatamente declarar una huelga general.  Unos 200 militantes lograron apoderarse del Ayuntamiento y de los cuarteles de la localidad, obteniendo la rendición de los guardias civiles y de asalto.  Al día siguiente tomaron otras ciudades, entre Mieres y Oviedo.  El día 6,  8.000 mineros se lanzaron sobre Oviedo, provistos de armas cortas, sin artillería, pero con grandes cantidades de dinamita.  Los mineros ocuparon la mayor parte de la ciudad.  También cayeron las fábricas de armas de Trubia y La Vega.
Lerroux trató de convencer a los mineros de su error, informándoles que el movimiento había fracasado en Madrid y Barcelona y que el gobierno controlaba todo el país.  Los mineros no lo creyeron, y siguieron en su acción hasta dominar prácticamente toda la región.
Durante algunos días Asturias vivió bajo una estricta organización revolucionaria militar y económica.  Todos los disciplinados comunistas como los dirigentes moderados de la UGT, que estaba encabezada por Ramón Peña y Belarmino Tomás, eran partidarios de la disciplina y de evitar el pillaje.  Para dar una muestra de moralidad proletaria, proporcionaron iguales raciones alimenticias a los burgueses que a los trabajadores.  Se preocuparon de que los heridos gubernamentales y revolucionarios fueran tratados por igual, al tiempo qeu protegían a la clase media y a sus funcionarios apolíticos.  Teodomiro Menéndez, ex diputado socialista, que se había opuesto al levantamiento, detenido brevemente por los militares, se ocupó de colocar a los presos en casas particulares.
Para muchos de los trabajadores revolucionarios, el saqueo de las tiendas burguesas no constituía un robo.  También para la minoría primitiva, que había aprendido el odio a las clases sin aprender "la disciplina revolucionaria".  
La liquidación física del enemigo estaba a la orden del día.  Durante los primeros quince días fueron asesinadas unas cuantas personas: ingenieros, hombres de negocios y sacerdotes.  En Turón, por ejemplo, a cinco sacerdotes se les llevó al cementerio para ser fusilados.  En Sama, el cadáver de un guardia de asalto fue pisoteado.  Aunque la intervención de los dirigentes salvó docenas de vidas, éstos no pudieron evitar atrocidades, como luego confesarían algunos sacerdotes supervivientes.  En Oviedo, a duras penas consiguió González Peña que los mineros no volaran la catedral.
El gobierno no había previsto lo que estaba sucediendo.  Así, a la hora de tomar decisiones se mostraba indeciso.  ¿Enviaría un ejército regular?
Prevaleció finalmente el criterio de los generales Franco (sí, ése mismo) y Goded, quienes aconsejaron al ministro de la Guerra, Diego Hidalgo, que enviara a los Regulares y a la Legión Extranjera.  Precisamente el general Franco había entrenado a la Legión Extranjera, haciéndola alcanzar su más alto grado de eficacia y disciplina.
Entre el 10 y el 18 de octubre, las tropas moras y los legionarios fueron tomando las poblaciones mineras casa por casa.  En Oviedo se interrumpió el servicio de agua y corriente eléctrica, como consecuencia de los bombardeos de la artillería del gobierno y de las voladuras de los mineros.  Cientos de edificios quedaron destruidos.
Los socialistas González Peña y Teodomiro Menéndez intentaron convencer a los mineros de lo inútil de la resistencia.  Un comité comunista se hizo cargo de la situación, y decidió continuar.
La lucha se hizo encarnizada, dándose muestras de valor suicida.


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