7 ago 2012

AZAÑA Y LOS SOCIALISTAS EN EL PODER (II)

El 9 de diciembre de 1931 quedaba aprobada la nueva Constitución por 368 votos a favor, 38 en contra y unas cuantas abstenciones.  La labor de las Cortes había sido también acusar a Alfonso XIII de descuido de sus deberes como soberano constitucional, además de complicidad en la inmoralidad administrativa y en el golpe de Estado de Primo de Rivera, acusado de alta traición, se le condenó a destierro perpetuo, ya que la pena de muerte acababa de ser abolida.
Resumiendo: el país contaba con una Constitución democrática y laica, con una primacía del poder legislativo y apuntando económicamente a una solución a medio camino entre el capitalismo y el socialismo.
Esta Constitución, que había colocado a Azaña en la presidencia del gobierno, contaba con el respaldo de republicanos liberales y socialistas.  Sin embargo, se enfrentaba a ella la oposición: monárquicos, católicos, izquierdistas avanzados y anarquistas.  También varios intelectuales, como Unamuno y Ortega, habían quedado un tanto desilusionados -aunque sin oponerse- por el giro que habían tomado las Cortes.
Unos apoyaban a la República; otros se oponían.  Los principales conflictos parlamentarios habían girado sobre las relaciones entre Iglesia y Estado.  En estas condiciones el problema del futuro sería consolidar la República bajo estas circunstancias.  Un síntoma evidente lo constituía el hecho de que el nuevo presidente (Alcalá Zamora) era católico, y su jefe de gobierno, anticlerical.

En Cataluña, el problema político del momento se registraba en los gritos de "Viva Maciá" y "Muera Cambó", lo que significaba que parte del catalanismo era un movimiento de izquierdas.  Francisco Cambó, jefe de la Lliga Catalana, se había desacreditado ante ciertos sectores en sus intentos por ayudar al rey a restablecer la monarquía.  Maciá, en cambio, ganaba adeptos, como demostró la victoria de la republicana Esquerra, que intentaba el triunfo pronunciándose en favor de un Estado catalán; el gobierno provisional tuvo que contenerle, recordándole que en el Pacto de San Sebastián se había acordado la autonomía que debía ser votada y concedida por las Cortes Constituyentes, después que el pueblo catalán la hubiera aprobado en un plebiscito; pero Maciá podía permanecer traquilo, ya que la República le daría la autonomía, a menos que se indispusiese con Esquerra, partido predominante en Cataluña. Éste había sido organizado por Companys, y en breve tiempo eclipsó a la Lliga.
Además de Maciá, Esquerra contaba con figuras como d'Olwer (ministro de Economía) y Carner (ministro de Hacienda), entusiastas de la República.
En seguida se comenzó a trabajar en el estatuto.  ¿A qué conclusiones llegaba este proyectado estatuto?  Determinaba que al gobierno de Madrid competían las relaciones exteriores, el ejército, el orden público y las relaciones entre Iglesia y Estado.  Por lo demás, Cataluña establecí un gobierno propio y un Parlamento (Generalitat) y quedaba en sus manos la administración, las Obras Públicas y la cultura (el catalán se convertiría en idioma oficial de dicho Estado).  El 3 de agosto de 1931 las cuatro provincias catalanas votaban a favor del proyectado estatuto.  En Barcelona, de 208.000 votantes inscritos, sólo 2.175 votaron en contra.
El carismático Maciá dijo ante una gran multitud que "Cataluña será grande entre las naciones civilizadas".  Pasado el Estatuto a las Cortes, se modificaron algunos aspectos, pero la voluntad catalana fue respetada.  Hubo quienes disintieron o les parecieron exageradas las exigencias catalanistas.  Los socialistas, partidarios de una legislación laboral y de una planificación económica general, consideraron excesivas las concesiones.  Otros se opusieron al conjunto, alegando que esta situación conduciría a un régimen federal impracticable (Felipe Sánchez Román y Melquíades Álvarez). Otros muchos, aunque al final votaron a favor del estatuto, tenían sus reservas.  Influyeron en la conformidad argumentos de peso: era el sentimiento dominante del pueblo catalán; la región tenía un elevado nivel cultural, siendo, por otra parte, económicamente la más adelantada de España.  Así pensaban Ortega y Gasset, Miguel Maura, Gregorio Marañón, Ossorio y Gallardo y numerosos más.  Además, si no se accedía -y esto era fundamental para la naciente República- Cataluña sería un enemigo más contra el nuevo Estado.
La figura que más se jugó su prestigio en este problema fue sin duda Azaña; en todo momento, el jefe del gobierno se mostró firme y argumentó en favor de las exigencias y de la voluntad catalana.  Así Azaña sería respetado y apoyado por la izquierda catalana. Fruto de su actitud fue la gran acogida que se le dispensó en Barcelona.

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