25 jul 2012

LA CRISIS DE 1917 (I)

La Primera Guerra Mundial, con sus consecuencias (auge económico, crisis social y moral), socavó la monarquía constitucional en España.  La crisis de 1917, en la que se unieron el catalanismo, el ejército y los partidos republicanos proletarios, fue un fracaso y demostró que eran inviables los procedimientos de un gobierno democrático eficaz.  La monarquía parlamentaria fue destruida en 1923 por un soldado que había perdido la fe en la política y en los políticos.
La neutralidad española en la Primera Guerra repercutió en una coyuntura económica propicia.  Está claro: los mercados internacionales se contrajeron y los países beligerantes demandaban manufacturas y materias primas de España.  La consecuencia fue que la balanza comercial española pasó del déficit crónico a un superávit de varios cientos de millones.  De 1915 a 1918 se obtuvieron unos beneficios astronómicos, pero trajeron consigo otras consecuencias no tan bonitas: subieron vertiginosamente los precios. La agricultura la industria y el comercio españoles se beneficiaron de una manera fabulosa, aunque no se sacó de este fenómeno el provecho que cabría esperar, ya que fue un desarrollo relámpago, coyuntural, sin acudirse a reformas de base, como reestructurar la agricultura, modernizar las instalaciones industriales, crear una industria pesada, o sea, reinvertir con miras al crecimiento.
Por otra parte, toda esta riqueza, obra de una guerra entre otros y no de su propio esfuerzo, ni se administró ni se gastó bien.  Estas ganancias, obtenidas con rapidez y sin escrúpulos -así es la guerra-, dieron lugar a la aparición de toda una clase social, la de los "nuevos ricos", hombres sin aprensiones enriquecidos de la noche a la mañana, con un sentido reaccionario y egoísta.
Pero esta prosperidad no afectó a todos de la misma manera.  Los precios experimentaron un alza enorme, pero los salarios permanecieron al mismo nivel en muchas zonas.  Así, para muchas gentes se agudizaron sus problemas de vida y, sobre todo, las relaciones obreras se trastornaron.  El rencor social era algo lógico, dado que mientras los patronos obtenían pingües beneficios de la especulación, las masas obreras eran cada vez más sensibles a esta injusticia.  Los conflictos sociales se extendían y multiplicaban y el espacio reservado en los periódicos a noticias de huelgas, sabotaje, "lockouts" y atentados era mayor que el concedido a reseñas taurinas e informaciones políticas.  Estamos claramente en una situación en que las organizaciones obreras crecen y se fortalecen, inspiradas por la Revolución Rusa, en un tiempo en que la guerra hacía a España ingobernable por métodos parlamentarios.
A la inflación, el Movimiento Obrero y quiebras del sistema ferroviario -problemas a los que tuvieron que enfrentarse los gobiernos de Dato y Romanones- se une el problema socio-ambiental, ya que si España es neutral, los españoles pasional y vitalmente son beligerantes.  La sociedad, ya lo hemos dicho, se divide en germanófilos (los grupos conservadores de derechas, desde mauristas a carlistas) y aliadófilos (el centro y la izquierda, desde Romanones a los socialistas, pasando por los republicanos).  La guerra, por ello, es vivida en la calle.  Wenceslao Fernández Flórez, en su novela "Los que no fuimos a la Guerra", presenta este clima social y expone el caso de una ciudad llamada Iberina en la que la presión germanófila es tan fuerte, que un ciudadano alemán residente en Iberina se siente obligado a abandonar la ciudad, dando la razón de su marcha: "Porque estoy en ridículo, señor.  Todo el mundo es más germano que yo en Iberina".
Debe tenerse en cuenta además que la sociedad española, de por sí desequilibrada, recibe de toda Europa una riada de indeseables: espías, especuladores, agentes de compras, propagandistas, revolucionarios, desertores...

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