31 jul 2012

LA CAÍDA DE LA MONARQUÍA (1930-1931) (VI)

Como Sánchez Guerra no pudo formar gobierno, el rey llamó a Melquíades Álvarez, con quien tampoco hubo nada que hacer.   Estaba claro: el Comité Revolucionario tenía más fuerza que el rey, y la monarquía se hallaba ya en la antesala de la revolución.
El rey convocó una reunión de varias personas, conminándolas a aceptar una cartera ministerial.  Así lo cuentan los propios ministros del último gobierno de la monarquía, que fueron éstos: ministro de la Presidencia, almirante Aznar; de Estado, Romanones; de Gracia y Justicia, marqués de Alhucemas; del Ejército, Berenguer; de Marina, Ribera; de Hacienda, Ventosa; de Instrucción Pública, Gascón y Marín; de Fomento, La Cierva; de Trabajo, duque de Maura; de Economía, Bugallal; de la Gobernación, Hoyos.
Esto no era un gobierno (Miguel Maura lo llamó "engendro"); carecían de unidad; estaban en desacuerdo constante; carecían hasta de presidente, aunque el titular era Aznar, quien se hizo famoso por leer novelas en los momentos de peligro y de quien se dijo que era un almirante cuya presencia resultaba el anuncio del naufragio.
Este gobierno, que nació ya fracasado, fijaba oficialmente para el 17 de marzo todo el ciclo electoral: el 12 de abril tendrían lugar las elecciones municipales; el 3 de mayo, las provinciales; el 7, las de diputados, y el 14 de senadores.  Sólo las primeras llegaron a realizarse.
En aquellos momentos, la soledad del rey era un hecho, y la monarquía, un cadáver en pie, expuesto a ser derribado al menor soplo.  La autoridad se relajaba y el ambiente era revolucionario: los estudiantes prorrumpieron en algaradas, y, parapetados en la Facultad de Medicina, disparaban contra la Guardia Civil. El gobierno, que no quería hacer mártires con medidas de rigor, llegó a un acuerdo con el decano y retiró  sus fuerzas, contra el criterio del director general de Seguridad (Mola).
En el clima y la situación descrita comenzó el 20 de marzo de 1931 el juicio público contra los miembros del Comité Revolucionario (esto es, contra el gobierno provisional de la República), que habían sido detenidos a raíz del pronunciamiento de Jaca.
El juicio fue un espectáculo revolucionario, al que en algo coadyuvó el propio presidente del Consejo Supremo de Guerra y Marina, general Burguete.  Éste escogió la gran Sala de Plenos del Palacio de Justicia.
Los encarcelados (esto era un eufemismo, ya que vivían en la cárcel como pachás y hacían casi lo que querían; tengamos en cuenta que un preso político era un personaje admirado y respetado en la cárcel, al que se le permitía comer, vestir, leer, reunirse y recibir visitas), que eran tratados como héroes y recibían montañas de telegrama y adhesiones, pusieron sus condiciones: no admitían ser trasladados de la cárcel al tribunal en coches del Estado, sino en sus coches particulares, sin escolta y sin acompañamiento. Se les había citado a las tres menos cuarto, pero como los presos no quisieron comer precipitadamente, se presentaron una hora después, haciendo esperar al tribunal.
Los abogados defensores eran Sánchez Román, Victoria Kent, Luis Jiménez de Asúa, Francisco Bergamín y Osorio y Gallardo.  Tanto los abogados como los propios cesados defendían y se defendieron con arengas y mítines revolucionarios, coreados con vivas y mueras por el público.  Abogados y procesados comían juntos en el propio Tribunal Supremo, invitados por el decano y el secretario del Colegio de Abogados, que no eran otros que un abogado defensor (Ossorio) y un procesado (Miguel Maura).
El juicio, para concluir, fue un acto revolucionario (de "escándalo lamentable" lo calificó "El Debate"); el fiscal pidió quince años de prisión; el tribunal lo dejó en seis meses, aunque Burguete y otro propusieron la absolución pura y simple.  En la práctica, fueron puestos en libertad y conducidos en triunfo por las calles.
Algún periódico francés, comentando estos hechos, juzgaba al gobierno como el más liberal, el más paternal y el más débil del mundo.

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