Ya hemos dejado dicho que a lo largo del siglo XIX España se incorporará a la revolución demográfica europea.
España pasa de 10,5 millones de habitantes en 1800 a 15,5 en 1857, y de 15,5 a 18,5 en 1900. A primera vista parece que el crecimiento español durante la primera mitad del siglo es superior al europeo, lo cual no es del todo cierto, pues mientras de Europa salen fuertes contingentes, en especial hacia América del Norte, en España la emigración representaba cantidades insignificantes. Sin embargo, durante la segunda mitad del siglo XIX, España, al igual que Europa, emigra, y el ritmo de crecimiento español se coloca por debajo del europeo.
El número de habitantes durante la España de la Restauración había pasado de los 16.500.000 a los 19.000.000. El impulso demográfico español es uno de los más débiles de Europa, junto con Francia. ¿Por qué? Las causas habrá que buscarlas no sólo en la emigración, sino en la mortalidad excesiva; ahí están haciendo freno la tercera guerra carlista, las guerras coloniales en Cuba y Filipinas; las aún persistentes epidemias; una agricultura rudimentaria, como símbolo permanente de que la población aumenta más deprisa que la riqueza nacional; el escaso rendimiento agrario; a los barbechos y al paro se suma una medicina no muy extendida, etc...
La emigración no explica exclusivamente el frenazo demográfico español, porque de Inglaterra, Alemania y otros países emigran más gentes que de España y, sin embargo, el incremento de su población arroja un porcentaje superior al español. ¿No será, acaso, que España cuenta con menos medios para prolongar la existencia humana?
Las cifras de la época arrojan el dato de que cada año nacían unos 640.000 individuos, lo cual representa un índice de natalidad bastante fuerte (36,2 por cada 1.000 habitantes). Pero cada año también morían aproximadamente unos 525.000 españoles, lo que representa un índice de mortandad desorbitado para la época. Vemos, pues, que la tasa de natalidad española superaba con mucho la europea; pero en 1900 morían al año 30 personas de cada 1.000, frente a 18 de cada millar en el resto de Europa (de promedio). Esta enorme desventaja sólo hubiese podido ser compensada por una inmigración supletoria o por una natalidad extraordinaria. Pero como en vez de recibir inmigrantes exportábamos hombres, concluiremos que no era suficiente el que la natalidad española superara a la europea, y así por obra de una mortalidad excesiva, el crecimiento vegetativo español era inferior a un 7 por 1.000 al de los restantes países occidentales. La mortalidad española era algo desesperante y permanecía al margen del ritmo europeo. Aparece claro que las trabas económicas y el escaso progreso técnico no permitían progresar ni difundir las técnicas médicas. Ese dinamismo demográfico español se veía obstaculizado por las seculares trabas del régimen económico y social.
Estos desequilibrios resultaban aún más brutales a escala provincial. Las provincias del interior arrojaban un índice más alto de natalidad por ser las más atrasadas y gozar de peores condiciones sanitarias; mientras tanto, en las áreas litorales, donde se contaba con más medios para luchar contra la muerte, el ritmo de natalidad desciende. Así, hacia 1900 el mapa de la natalidad española presentaba cambios profundos, pues mientras la fecundidad conquense era del 41,6 por 1.000, en Barcelona sólo era del 27,8. En líneas generales, también las provincias más fecundas eran las de peores condiciones sanitarias.
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