19 jun 2012

LA VICALVARADA, LA REVOLUCIÓN Y EL BIENIO PROGRESISTA (1854-1856) (III)

Espartero puso por condición para aceptar el poder que unas Cortes constituyentes se lo confirmasen, ya que por encima de la legalidad vigente estaba la revolución, y la soberanía nacional era superior al trono. Isabel II se sometió, y a su madre, como mal menor, se la obligó a abandonar Madrid sin pasar por el bochorno de un juicio público -raramente los políticos rinden cuentas ante un tribunal, raramente lo hacen los aristócratas, y más raramente aún lo harán los jueces en la Historia de nuestro país.  O'Donnell ocuparía la cartera de guerra durante todo el "bienio".
A los revolucionarios demócratas -halagadores y quejosos de Espartero- se les cerraron sus centros y se les prohibieron los periódicos, con lo que la izquierda revolucionaria quedaba aplastada.  Espartero era una carga pesada para la revolución y a los progresistas no tardará en escapárseles el poder, al haberse contentado con una revolución de cortos vuelos.
Las dos expresiones que definen a Espartero y que él mismo repite incesantemente son "¡Cúmplase la voluntad nacional!" y "Cargar con el amargo cáliz de la política española".  Por la primera se declara centrista leal a la reina y a O'Donnell y enemigo del radicalismo democrático del mundo laboral, el cual, para él, no formaba parte de la voluntad nacional.  Por la segunda, se declara un vanidoso, al creer a su persona imprescindible para la nación, y un ingenuo, por olvidarse del futuro de su partido progresista y dejarse ganar el terreno por el ala conservadora.  Así pues, su gestión fue vacilante y desacertada.
Siguiendo la tónica decimonónica de que una constitución debe durar lo que dure un partido en el poder, los progresistas volcaron todos sus dogmas: la soberanía nacional, la prensa sujeta al juicio de jurados, la Milicia Nacional como salvaguarda de todos los poderes y dogma de redención, los alcaldes electivos, el Senado de elección popular, las limitaciones de la Corona, la autonomía y sustantividad de la Cortes y la tolerancia religiosa, supresión de los consumos, la venta de los bienes de la Iglesia, la elección por provincias, la deportación de los jesuitas, la prohibición de procesiones, la primacía del Congreso sobre el Senado, etc. Había mucho en ello de reacción frente al abuso, que la reina y los gobiernos moderados habían realizado, del juego de poderes previstos en la constitución de 1845.  Pero hay también, claramente, un concepto del gobierno parlamentario basado en la supremacía de las Cortes como representantes de la soberanía nacional, que es quizá la diferencia más profunda entre la tesis constitucional de los partidos.  Mientras los moderados admiten el principio doctrinario según el cual la soberanía reside en dos instituciones formadas por la historia: el rey y las Cortes conjuntamente, los progresistas sostienen que todos los poderes públicos emanan de la nación, en la que reside esencialmente la soberanía; y por ello reside exclusivamente en la nación la potestad y el derecho de establecer sus leyes fundamentales.
Debemos señalar que en estas Cortes se incuban las ideas del nuevo partido democrático y que maduran quince años después, ya que, por el momento, preponderan las de los viejos progresistas Espartero, Olózaga, San Miguel, Sancho, Escosura, etc....  El proyecto de Constitución que habían elaborado las Cortes no entró en vigor, debido a la ulterior caída de Espartero.
Contrapuesto a Espartero en ideas y pretensiones era Leopoldo O'Donnell, general de las guerras carlistas y, por lo mismo, conde de Lucena.  su objetivo era evitar exclusivismos y unir a los más transigentes de los moderados y progresistas en el pacto de la "Unión Liberal". De momento no lo conseguirá y el general, fenómeno típico, giraba hacia la derecha y hacia la corte, ante la inexplicable conducta de Espartero, quien seguía fiel a su compañero O'Donnell, pese a las presiones de los radicales progresistas como Olózaga y Madoz, quienes no querían mezclarse con los grupos políticos que tenían a su derecha.
Más a la izquierda y más inermes aún y también divididos estaban los demócratas, con un porvenir risueño (Castelas, Cristino Martos), soñando en utópicos triunfos pacíficos de la democracia o exigiendo socialismo, terrorismo y guillotina para los poderosos.  La ultraderecha seguía hostigando con el conde Montemolín, pero los carlistas, tras el nuevo levantamiento que siguió a los acuerdos tomados en Trieste, fracasarán sangrientamente.  
Obra específica del bienio fue la prosecución de la labor desamortizadora, obra del navarro Pascual Madoz. Los textos legales del 1º de mayo de 1855 y el 1º de julio de 1856 acabaron con los bienes del clero y desmembraron los municipales, llamados de "propios y comunes", con el lógico perjuicio de los vecinos de los pueblos, deshaciendo el patrimonio colectivo español.  Aumentó la superficie de cultivo, pero a costa de crear un proletariado agrícola.
En julio de 1856, Espartero seguía indeciso para ponerse al frente de los milicianos.  Éstos, sin plan ni guía, se dispersaron desalentados, mientras el desacuerdo entre progresistas y demócratas contribuyó a inmovilizar a unos y a otros.  La dispersión centrífuga fue aprovechada por O'Donnell y el ejército, que, después de sofocar las revueltas de Zaragoza y Barcelona, disolvía las Cortes.

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