23 jun 2012

LA PRIMERA REPÚBLICA ESPAÑOLA (IV)

El gobierno se veía libre de los radicales, pero incapaz de dominar a los intransigentes -ala izquierda-, que pedían la republicanización del gobierno local.  Los radicales y conservadores, temerosos también de que el gobierno no se viera incapacitado para organizar unas elecciones libres, criticaron por medio de la Comisión al ejecutivo y, prescindiendo de él, convocaron la Asamblea Nacional.  Los radicales, con el apoyo de la reacción -Serrano, marqués del Duero, conde de Valmaseda, Topete, Gándara, Caballero de Rodas, Gasset, Ros de Olano, Sagasta, etc- planearon un golpe para dar al traste con la república federal y formar un gobierno radical conservador.
El gobierno, prevenido y enérgico, había movilizado otros batallones de voluntarios republicanos y abortó el pronunciamiento pensado por Martos e intentado por unos militares que veían atacada su "casta privilegiada" por los federalistas, más amigos del apoyo popular.
La milicia pronunciada fue desarmada y los radicales y conservadores huyeron voluntariamente al destierro (Serrano se afeitó el bigote y escapó a Biarritz, previo refugio en la embajada británica).  La coalición de septiembre había quedado rota, los radicales quedaron fuera de la órbita republicana y los federales solos y a salvo...
La primera fase de la república quedaba terminada y "la república para los republicanos" era un hecho, por cuanto federales y un grupo de unitarios eran los únicos partidos políticos de España.  Las luchas ahora se iban a dar dentro del partido federal, por cuanto que Pi no estaba dispuesto a hacer concesiones a los intransigentes victoriosos con reputación revolucionaria.  Pi seguía obstinado en no proclamar la república federal, porque tenía fe ciega en el resultado legal de unas Cortes constituyentes.  Los federalistas culpaban su error político, y él ("hombre de hielo") seguía frustrando las esperanzas revolucionarias de los federales de provincias y de los activos revolucionarios intransigentes.
Los carlistas estaban en armas (quizá impidiendo con ello que Cataluña rompiera con Madrid), mientras las "clases respetables" se encerraban en sus casas y abandonaban las calles ante el súbito giro que tomaba la revolución.
El federalismo provincial fermentaba desde hacía tiempo; mientras Pi seguía aferrado a su idea de que la voluntad nacional proclamaría legalmente una república federal por las Cortes constituyentes.  Esta concepción iría a la bancarrota empujada por la presión cantonalista.
El purismo e integridad de Pi quedan reflejados en esta circular enviada a todos los gobernadores civiles de cara a las elecciones del 10 de mayo:

"El régimen electoral debe ser purificado, y la mejor forma de purificarlo es que los funcionarios públicos dejen de considerar su puesto como un medio de obtener votos y que los gobernadores civiles, sobre todo, dejen de considerar su gobierno como una agencia ministerial.  Estas elecciones tienen que eliminar para siempre al candidato oficial, la presión administrativa, el convertir a los funcionarios públicos en agentes de poder, la amenaza de las turbas armadas, los obstáculos en las asambleas electorales, la distribución arbitraria de las papeletas de votación, las falsificaciones y las resurrecciones milagrosas de electores en las listas de votantes."

Las elecciones, aunque un éxito federal, fueron un fracaso por cuanto sólo votó una cuarta parte de un electorado de cinco millones de votantes.  Además, para eliminar el optimismo, radicales y conservadores usaron la táctica de abandonar las Cortes y dejar que los federales se desgarrasen unos a otros al no contar con una oposición fuerte.
Pi quedaba como árbitro de la política nacional y presidente del poder Ejecutivo (11 de junio-18 de julio).  Pero, como cabía aventurar, el federalismo contaba con tres facciones bastante marcadas: derecha, izquierda y centro.  En la derecha estaban los benevolentes, federales por hábito o desilusionados, como Castelar y quizá Salmerón.  En la izquierda estaban los intransigentes, con Contreras y Barcia, y en el centro algunos intransigentes comprados como Estévanez, García López y otros intransidentes no hombres de acción, como Orense, Benot, Cala y Díaz Quintero, sobre los que Pi podía montar una política de conciliación, ya que estos intransigentes le desdeñaban por su falta de celo revolucionario, mientras los moderados le temían por sus avanzadas ideas sociales.

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