20 jun 2012

FINAL DE LA ÉPOCA ISABELINA (1863-1868) (II)

La caída de la "Unión Liberal" (en la que habían quedado fuera los demócratas, los progresistas puros, los neocatólicos y los carlistas) permitió la vuelta de los partidos políticos y planteó la cuestión fundamental de la influencia de Isabel II. Ésta empleó su criterio personal en la selección de ministros atendiendo sólo a su camarilla y rechazó el conejo de los progresistas, quienes, desairados de sus esperanzas de ser llamados al gobierno, se enfrentaron con la crisis de decisión.  Su retraimiento de 1863 iba a ser el preludio, no de la futilidad política, como en 1844, sino de la plena revolución dirigida contra el propio trono, ya que no era posible por más tiempo escapar a las consecuencias de la arbitraria voluntad de la reina.
Si a Prim, Madoz o a otros progresistas se les hubiera llamado de vez en cuando a palacio o se les hubiera concedido algún puesto no hubieran cedido a las masas de su partido ni se hubieran vinculado nunca a acciones extremistas.  Prim no era un revolucionario, ni mucho menos; era un clásico militar que se hubiera contentado con un ministerio progresista moderado. Al negársele ésto, tampoco optó por una revolución a fondo; deseaba un pronunciamiento a la antigua, una rebelión provincial que forzara un cambio político en Madrid. No entraban en su mente los disturbios, ni los derramamientos de sangre, ni arrojar el trono por la ventana.  No iba tan lejos; era un general más del siglo XIX quería hacerse dueño del poder, tras cambiar el curso político.
El sistema parlamentario estaba adulterado y así era imposible construir un régimen político estable.  El cuerpo electoral contaba con 158.000 electores en 1858 y 418.000 en 1865, sobre una población total de 15 millones y medio de habitantes.  El que dirigía el "cotarro" político no era el cuerpo electoral, sino las camarillas políticas ligadas a la reina, con cuyo auspicio se celebraban las elecciones desde arriba, proporcionando unas mayorías sumisas.  Esta maquinaria electoral parlamentaria impedía registrar las presiones de progresistas y demócratas y se mantenía ignorante ante las aspiraciones, sentimientos y reivindicaciones de la España campesina.
Isabel II, al excluir a los progresistas, estaba perpetrando su suicidio político, al tiempo que obligaba a los líderes progresistas a echarse en manos de las masas de su partido para coaccionar a la Corona.  Estaba muy claro, y la reina también lo sabía, que los progresistas excluidos representaban cada vez más la opinión predominante del país.
La tendencia de los progresistas al retraimiento (o a la revolución armada) y a "no votar", determinada por las reiteradas negativas de la reina a considerarle un partido "decente", llevaba a marchas forzadas a la acción revolucionaria, a coaligarse con los demócratas y con el radicalismo obrero.  Muchos progresistas lo veían, lo temían, pero no podían evitarlo.
Si los progresistas estaban divididos en cuanto a tácticas y dirección del partido, no lo estaba menos el partido demócrata.

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