5 jun 2012

EL ROMANTICISMO ESPAÑOL (I)

Todo escritor, todo artista, todo creador de formas culturales expresa un estado de ánimo colectivo más o menos difuso, al mismo tiempo que contribuye más o menos enérgicamente a despertarlo, a conformarlo, a definirlo.  Así pues, el romanticismo es, ante todo, una determinada concepción del mundo y una determinada forma de comportamiento humano, que aparecen en las sociedades occidentales desde el último tercio del siglo XVIII, logrando su plenitud en la primera mitad del XIX.  Debemos, pues, tener en cuenta que tan legítimamente puede hablarse de un romanticismo literario como de un romanticismo político, filosófico o incluso de un romanticismo existencial biográfico.  
La incorporación de España al movimiento romántico se opera en los años comprendidos entre la  Guerra de la Independencia y el advenimiento de la burguesía moderada, ecléctica y realista, a la dirección de la vida pública española, antes de 1850.
Si el siglo XVIII fue una época de reglas, clásica, el XIX había de ser anárquico e indisciplinado.
El ideal clásico era equilibrio de facultades, sentido común dimanado de la razón.  En el ideal de vida de los clásicos debe preponderar el equilibrio de las facultades, sin destacar la sensibilidad y la imaginación por encima de la razón.  La sensibilidad y la imaginación eran facultades accidentales, secundarias, influenciadas por cualquier factor físico y cargadas de vicio y pasión, capaces de contagiar la esencial, noble y universal razón.  El clasicismo había llevado esta primacía de la razón al campo de la creación estética, haciendo residir la belleza en la conformidad con un canon; es decir, con una norma que tiene validez universal, porque se apoya en algo universal también: la razón humana.  En cuanto se refiere a la sociedad en que vive, la actitud del hombre clásico es, en principio, de aceptación, por más que le parezca perfectible y, por tanto, aspire a reformarla mediante el uso de su razón, de su sentido común.
El equilibrio anímico, los esquemas de vida, los cuadros sociales típicamente estamentales serán desbaratados por las nuevas generaciones románticas.  El auge de la burguesía, el fuerte incremento demográfico debilitarán las creencias clásicas y la seguridad de unos hombres con todos los problemas resueltos hasta ahora.
Dicho de otro modo: la grandeza de la razón es un concepto que hace aguas y su puesto vendrá a ser ocupado por la sensibilidad, la imaginación y las pasiones.  El individuo se rebelará contra la sociedad, y la obra romántica será  la más clara rebeldía contra todos los valores establecidos.  El hombre romántico carece de equilibrio para aceptar su ambiente, se rebelará contra él y buscará algo que pueda satisfacer su espíritu; sus desengaños le llevan a convertirse en un reformista utópico.
La rebeldía del romántico frente a la razón llega a las propias leyes biológicas, y una larga fila de suicidios románticos lo atestigua.  Los conventos violados y la ley de clausura rota no son sino rebeldías orales y sociales acompañadas por el descubrimiento del nuevo mundo femenino de la ternura.  Frente a la sociedad y los prejuicios o creencias surgirán rebeldes como Byron y Shelley; los donjuanes sedientos de libertad y los Prometeos sin cadenas.
Por la sensibilidad, el romántico se libera del hombre común y por la imaginación se libera de la realidad.  Dios, la Naturaleza, el propio país y la mujer son cuatro mundos en los que el romántico clavará su afectividad hasta convertirlos en sentimientos.

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