8 jun 2012

AGRICULTURA ESPAÑOLA DEL SIGLO XIX (I)

Al comenzar el siglo XIX, España presenta una señal inequívoca de atraso económico.  Está caracterizado por una escasa densidad demográfica, un reparto defectuoso del suelo productivo, muchas tierras sin cultivar (o mal cultivadas), un bajo nivel técnico y unos débiles rendimientos acompañados de una menguada capacidad de consumo. Estamos en un país eminentemente y agarrotadamente agrícola.
Se da una excesiva extensión de los pastos y tierras comunales, así como de los bosques.  La gran cantidad de tierras que quedaban en barbecho, unida a la mucha extensión dedicada al trigo, generaban un inestimable espacio desaprovechado e irregularmente distribuido del olivo, tabaco, lino y cáñamo.  Además se daba un desigual reparto de la propiedad de las tierras, en el que la nobleza y el clero se llevaban la mayor parte, dado que su peso sobre el sector agropecuario era de entorno al 81,49%.
Oscuro horizonte presentaba España, aún más ensombrecido al salir de los seis años de asolamiento que duró la Guerra de la Independencia.
Esta agricultura, trabada por numerosos obstáculos, experimentará un cambio radical en 1837; la impulsan el empuje demográfico y la colaboración de las ideas políticas de los liberales españoles, quienes establecieron un régimen de libre mercado para la agricultura, a la vez que aceptaban medidas desamortizadoras, desvinculantes y abolicionistas del diezmo eclesiástico, que cargaba nada menos que con 854 millones de reales a los productores del campo.
Ya hablamos de la desamortización como relevo de oligarquías, provocando la aparición de unos propierarios de raíz burguesa.  El campo español, dominado desde la ciudad por esta nueva oligarquía burguesa y absentista, no fue objeto de grandes mejoras, salvo en honrosas excepciones.
Se amplió la superficie cultivada, pero disminuyó el rendimiento por hectárea.  Había tierras absolutamente inadecuadas para el cultivo triguero que bajo el antiguo régimen cumplían su modesta función de aprovechamiento forestal, y que van a ser puestas en cultivo al amparo de la legislación protectora y de la euforia cerealista que sigue a la desamortización (una burbuja económica como tantas hemos conocido en los últimos tiempos), y bajo la presión constante del incremento demográfico.  Tenemos, pues, que la mayor demanda de productos agrícolas será satisfecha ampliando el área cultivada.
Entre 1818 y 1860 entran en cultivo unos cuatro millones de hectáreas.  En 1835, la superficie dedicada al cultivo del cereal había aumentado en un 70% desde principios de siglo, generando una producción tres veces superior.  Estas cifras, que parecen un tanto exageradas, muestran que las tierras de labor aumentaron considerablemente y que la extensión de los cereales y de la vid modificó el paisaje rural español dejándolo casi como lo conocemos en nuestros días.

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