En la Corona de Aragón se dan fuertes contrastes climáticos y productivos, lo que origina agudos conflictos socio-económicos. El problema más fuerte radica en el "señorío". Existen 2.712 pueblos de señorío, contra 1.189 de realengo. La confusión entre derechos de señorío y derechos civiles perjudicó al campesino, quien, pese a su logro en las Cortes de Cádiz, no fue capaz de mejorar mucho su situación, con la permuta del señor por el propietario. De todas formas, esta zona permitía una economía más diversificada, lo que evitaba los dramatismos castellanos y, sobre todo, los extremeños y andaluces, regiones siempre expuestas al capricho meteorológico, que acarreaba años de escasez y de hambre. Fueron catastróficos los años 1709, 1723, 1750, 1755, 1763 y 1764; de 1784 a 1793; 1800 y 1804. La falta de comunicaciones y reservas agravaba el cuadro.
En 1709 la gente salía al campo a comer lo que agarraba; se caían muertos por las calles; los difuntos no cabían en las iglesias y había que enterrarles en los campos; en Sevilla, en dos días murieron 10 personas y otras resultaron graves por el solo hecho de apretujarse en las filas que se formaban frente al palacio arzobispal a pedir limosna. En este sentido hay que explicarse el motín de Esquilache.
Cabarrús recuerda la epidemia que diezmó La Mancha en 1786:
"La esterilidad de las cosechas se había combinado con la epidemia de las tercianas para asolar aquella infeliz Mancha, tan cruelmente angustiada por todos los géneros de opresión, que devastan como a porfía los comendadores, los grandes propietarios, la chancillería, el clero y los tributos, con la mayor desproporción entre lo que se exige de ella y lo que se le restituye. He visto entonces centenare de sus infelices moradores en el instante inmediato a las cosechas correr de lugar en lugar, y afanarse a llegar mendigando hasta Madrid: el padre y la madre cubiertos de andrajos, lívidos, con todos los síntomas de la miseria, de la enfermedad y de la muerte, y los hijos enteramente desnudos y extenuados. Muchos conseguían venir a morir en los hospitales; otros expiraban en el camino. Y me parece que estoy viendo todavía uno de esos infelices muerto al pie de un árbol, inmediato a la casa en que me hallaba. La fuerza de la enfermedad y del hambre había acallado en la madre y en los hijos los gritos de la sangre: rodeaban el cadáver yerto de su marido y padre sin lágrimas y sin ninguna de aquellas expresiones dolorosas que alivian el propio sentimiento; su actitud, su silencio anunciaban la calma horrible de la desesperación."
Los únicos que aguantaban eran los labradores fuertes, que almacenaban hasta 10 cosechas y empeñaban sus alhajas, hasta que venían las vacas flacas y entonces vendían al precio que querían. Éstos eran también los miembros del clero y la nobleza, que más que labradores eran fuertes perceptores de rentas.
Las oscilaciones de precios a quien perjudicaban era al pobre campesino, tanto si los precios subían como si se envilecían. Hubo años en que la fanega de trigo subió a 120 reales y años en que bajó a ocho. Mientras tanto, los jornales de los trabajadores agrícolas apenas se alteraron entre el año 1680 y el 1800. Oscilaron siempre entre dos y tres reales y largas jornadas de trabajo.
El problema social del campesino hay que verlo también en el municipio, donde el tándem propietario de la tierra y regidores municipales era más fuerte y efectivo que las normas sociales que se pudieran dictar desde el gobierno central. En Madrid se habla, pero en las zonas rurales no se oye o no se escucha.
En 1709 la gente salía al campo a comer lo que agarraba; se caían muertos por las calles; los difuntos no cabían en las iglesias y había que enterrarles en los campos; en Sevilla, en dos días murieron 10 personas y otras resultaron graves por el solo hecho de apretujarse en las filas que se formaban frente al palacio arzobispal a pedir limosna. En este sentido hay que explicarse el motín de Esquilache.
Cabarrús recuerda la epidemia que diezmó La Mancha en 1786:
"La esterilidad de las cosechas se había combinado con la epidemia de las tercianas para asolar aquella infeliz Mancha, tan cruelmente angustiada por todos los géneros de opresión, que devastan como a porfía los comendadores, los grandes propietarios, la chancillería, el clero y los tributos, con la mayor desproporción entre lo que se exige de ella y lo que se le restituye. He visto entonces centenare de sus infelices moradores en el instante inmediato a las cosechas correr de lugar en lugar, y afanarse a llegar mendigando hasta Madrid: el padre y la madre cubiertos de andrajos, lívidos, con todos los síntomas de la miseria, de la enfermedad y de la muerte, y los hijos enteramente desnudos y extenuados. Muchos conseguían venir a morir en los hospitales; otros expiraban en el camino. Y me parece que estoy viendo todavía uno de esos infelices muerto al pie de un árbol, inmediato a la casa en que me hallaba. La fuerza de la enfermedad y del hambre había acallado en la madre y en los hijos los gritos de la sangre: rodeaban el cadáver yerto de su marido y padre sin lágrimas y sin ninguna de aquellas expresiones dolorosas que alivian el propio sentimiento; su actitud, su silencio anunciaban la calma horrible de la desesperación."
Los únicos que aguantaban eran los labradores fuertes, que almacenaban hasta 10 cosechas y empeñaban sus alhajas, hasta que venían las vacas flacas y entonces vendían al precio que querían. Éstos eran también los miembros del clero y la nobleza, que más que labradores eran fuertes perceptores de rentas.
Las oscilaciones de precios a quien perjudicaban era al pobre campesino, tanto si los precios subían como si se envilecían. Hubo años en que la fanega de trigo subió a 120 reales y años en que bajó a ocho. Mientras tanto, los jornales de los trabajadores agrícolas apenas se alteraron entre el año 1680 y el 1800. Oscilaron siempre entre dos y tres reales y largas jornadas de trabajo.
El problema social del campesino hay que verlo también en el municipio, donde el tándem propietario de la tierra y regidores municipales era más fuerte y efectivo que las normas sociales que se pudieran dictar desde el gobierno central. En Madrid se habla, pero en las zonas rurales no se oye o no se escucha.
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