
"Hasta los piojos no están seguros con don Juan"
Mas la desgraciada Paz de Nimega vino pronto a frustrar los felices augurios que se hacían los españoles sobre la capacidad de su caudillo. A este fracaso se unieron las pestes que asolaron conteporáneamente el país, en especial la que comenzó en Cartagena en 1676. La falta de subsistencias, causa última de la desnutrición que dejó inerte a la población ante la epidemia, vino a agravar más aún la impopularidad de don Juan José. Los panfletistas de la época se dieron prisa para airear por las paredes de la villa y corte todos los errores del ministro, y él mismo tuvo el desacierto de responder a las acusaciones de los pasquines añadiendo de su mano, al pie de ellos, algunas contestaciones concebidas en el mismo tono.
La muerte le llegó en 1679, demasiado tarde en cuanto a que ya había perdido su reputación y demasiado pronto en cuanto que con su desaparición vovlía a entrar en escena la reina doña Mariana. En efecto, apenas falleció don Juan, el rey anunció a su madre que iría a verla a Toledo.
La década que corre entre 1675 y 1685 fue la más triste de toda la historia de los Austrias españoles. El gobierno de Valenzuela, "el último valido", y el de don Juan José, "el primer caudillo", dejaron al país en una situación absolutamente ruinosa. Pero precisamente entonces hicieron su aparición los precursores que comenzaron a poner las bases de la futura recuperación de España bajo la dinastía borbónica.
Al morir don Juan José de Austria, los intereses de cada facción aristocrática pugnaron por sentar en el sillón de primer ministro a un candidato propio. Después de muchos dimes y diretes en los que, junto a las apetencias de la nobleza, hubo que tener en cuenta otras muchas implicaciones políticas, fue nombrado primer ministro el duque de Medinaceli. El rey, al nombrarlo, declaró ingenuamente:
"Reconozco ahora que la forma de gobierno adecuada para mi reinado y las exigencias del momento reclaman un primer ministro"
Medinaceli no era un político de grandes arrestos, ni desde luego un lacayo de los aristócratas, sino un hombre que había sabido mantenerse independiente en medio de las conjuras y maquinaciones de los años anteriores. Pero no tenía, como tampoco lo tuvo su sucesor, otro remedio que el de actuar dentro de la estructura social existente, lo cual constituía el más serio e inamovible obstáculo para cualquier reforma. Al mismo tiempo, un primer ministro tenía que capear los envites de la diplomacia francesa. Luis XIV, después de derrotar a los españoles en los campos de batalla, trataba de dominarlos también por la vía pacífica. Con esta idea, había conseguido que Carlos II contrajese matrimonio con una sobrina suya, Maria Luisa de Orleáns (1679), esperando que si nacía un heredero, quedase desde el primer momento bajo la influencia del rey de Francia.
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