8 mar 2016

DON JUAN JOSÉ DE AUSTRIA vs. VALENZUELA (II)

Valenzuela, aunque tenía poder para hacer uso de la fuerza contra los rebeldes, prefirió poner a salvo sus tesoros y pedir asilo en El Escorial. El rey, aconsejado por el almirante de Castilla, llamó a don Juan José de Austria para entregarle el gobierno (1676). El caudillo avanzó desde Cataluña al frente de un ejército de 15.000 hombres, los que habían defendido el principado de los ataques franceses. Esta vez no estaba dispuesto a dejarse engañar como había ocurrido en 1669 y 1675. Al cruzar la frontera de Aragón y Castilla en enero de 1677, sus tropas ya pasaban de 16.000 hombres. A medida que avanzaba, el miedo de los cortesanos aumentaba al mismo ritmo que las exigencias de don Juan José; doña Mariana fue separada del rey. Éste pasó a vivir en el palacio del Buen Retiro, mientras que aquélla permanecía en el alcázar; la chamberga tuvo que salir de la corte; la oposición se disgregó. A cambio de estas concesiones, don Juan José pudo entrar en Madrid con sus partidarios, pero dejando fuera de la capital al ejército que le acompañaba y del que los madrileños no podían esperar nada bueno.
La represión que siguió contra los partidarios de Valenzuela fue un ejemplo de violencia y terror. El ex primer ministro fue desposeído de todos sus bienes y títulos y se le desterró a Filipinas, donde permaneció preso diez años antes de pasar a México, donde murió de una coz que le propinó un caballo antes de que le llegase el permiso para regresar a España (1692). Otros muchos de sus secuaces siguieron una suerte parecida. Don Juan José, después de dos intentos fallidos de hacerse con el poder, trató de no marrar el tercero. Y lo consiguió. Aquél fue el primer pronunciamiento en la historia moderna de las Españas coronado por el éxito. Por primera vez la Corona tuvo que aceptar las exigencias de aquel precursor de los modernos dictadores. Y es que Don Juan José no aconsejaba al rey: le forzaba. Podía hacerlo porque ahora contaba con lo que le había faltado en las ocasiones anteriores: el apoyo de casi toda la aristocracia.
Los nobles que habían promovido el levantamiento ocuparon los puestos de máxima responsabilidad, sin más mérito que su historial de rebeldía. Los privilegios y las inmunidades de la aristocracia aumentaron, y con juan José, ante la imposibilidad de obligar a sus propios compinches para que participasen en el esfuerzo necesario para iniciar una verdadera recuperación del país, no tuvo más remedio que acudir a los banqueros recabando de ellos lo que los aristócratas no estaban dispuestos a darle. Precisamente en aquellas circunstancias eran más necesarios que nunca los recursos económicos: la guerra con Francia -iniciada en 1672- se había convertido en un callejón sin salida para las armas españolas, que no se recuperaban de una derrota cuando eran vencidas de nuevo. La guerra ardía en tres frentes simultáneos: en los Países Bajos, en Cataluña y en Sicilia. España no tenía más remedio que aceptar las condiciones de su rival, y así lo hizo en la Paz de Nimega, firmada el 17 de septiembre de 1678. España perdió el Franco Condado y numerosas plazas flamencas, si bien recobró otras gracias a la interesada magnanimidad del rey francés, que, una vez más, trataba de ganar tiempo para preparar el reparto de los despojos de la monarquía española en cuanto desapareciera su valetudinario titular.
Aquella desastrosa guerra y aquella humillante paz desviaron de su fervor por don Juan José a los militares españoles, que de repente se encontraron desmoralizados y desocupados. La Iglesia también se separó de él en cuanto advirtió que, lejos de obtener nuevas inmunidades, se había dado una vuelta más al tornillo de las contribuciones que le obligaban a pagar.

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