Carlos V había intentado llegar a una solución del problema protestante por vía pacífica, mediante coloquios encaminados a encontrar puntos de coincidencia entre católicos y protestantes y a negociar en las divergencias accidentales. Después de la Paz de Augsburgo, este camino había quedado definitivamente interrumpido. Alemania había terminado por organizar su propia Iglesia nacional. Inglaterra llevaba por entonces el mismo camino. Las respectivas posiciones de católicos y protestantes se iban endureciendo cada vez más. En tales circunstancias, Felipe II, si bien hubiera preferido personalmente dar una solución pacífica, no tenía otra alternativa que la de contribuir en la medida de sus fuerzas a la solidez de la cristiandad, reforzando sus defensas ante la actitud no menos intransigente que iba adoptando el protestantismo. Felipe II y, con él, los súbditos de sus reinos, quedan alineados del lado católico; puesto que en aquel momento es el Imperio español el que ejerce la hegemonía sobre los demás reinos cristianos de Europa, España, con su rey al frente, se convierte en líder de aquel movimiento defensivo católico que se conoce con el discutido nombre de "Contrarreforma".
El protestantismo, en su forma inicial (luteranismo) había opuesto a la concepción católica de la Iglesia un modelo radicalmente distinto. A la Iglesia visible, organizada jerárquicamente, contraponía una Iglesia invisible, integrada por los creyentes. A la autoridaad de la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo y manifestada en la legislación canónica y en la tradición dogmática, el protestantismo había opuesto la Sagrada Escritura como única autoridad y fuente de revelación, interpretada por cada creyente según lo que el Espíritu Santo quisiera inspirarle.
A partir de estos presupuestos, los nuevos creyentes, guiados por unos criterios de los que era difícil excluir la subjetividad, habían emprendido un exultante experimento religioso, cuyas derivaciones más extremistas asustaron pronto a sus propios promotores. Ante los excesos de los más radicales, ante las revueltas de los campesinos deseosos de adquirir la libertad que las nuevas doctrinas les predicaban, Lutero mismo trató de establecer una autoridad que pusiera freno a los desmanes que comenzaban a cometerse en nombre del Evangelio. Aquel hombre que tan enérgicamente había rechazado la autoridad de la jerarquía, propugnó entonces la solución de poner al frente de las comunidades reformadas a las autoridades civiles. Los príncipes pasaban a convertirse en las cabezas de la nueva Iglesia, con lo cual, entre otros muchos peligros, estaba el de someter la vida religiosa al capricho personal, a los intereses políticos o a la avaricia de las autoridades civiles, que no dudarían en desvirtuar la palabra evangélica para conseguir sus propósitos.
Frente a este modelo de Iglesia, no tarda en surgir un nuevo núcleo reformista. A partir de 1534, aparece junto al luteranismo la denominada Iglesia reformada, movimiento que alcanzaría el mayor poder entre todos los movimientos protestantes, tanto por la coherencia de sus formulaciones doctrinales como por su peculiar concepción de la organización eclesial y su formidable potencia proselitista. Su creador fue Juan Calvino.
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El protestantismo, en su forma inicial (luteranismo) había opuesto a la concepción católica de la Iglesia un modelo radicalmente distinto. A la Iglesia visible, organizada jerárquicamente, contraponía una Iglesia invisible, integrada por los creyentes. A la autoridaad de la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo y manifestada en la legislación canónica y en la tradición dogmática, el protestantismo había opuesto la Sagrada Escritura como única autoridad y fuente de revelación, interpretada por cada creyente según lo que el Espíritu Santo quisiera inspirarle.
A partir de estos presupuestos, los nuevos creyentes, guiados por unos criterios de los que era difícil excluir la subjetividad, habían emprendido un exultante experimento religioso, cuyas derivaciones más extremistas asustaron pronto a sus propios promotores. Ante los excesos de los más radicales, ante las revueltas de los campesinos deseosos de adquirir la libertad que las nuevas doctrinas les predicaban, Lutero mismo trató de establecer una autoridad que pusiera freno a los desmanes que comenzaban a cometerse en nombre del Evangelio. Aquel hombre que tan enérgicamente había rechazado la autoridad de la jerarquía, propugnó entonces la solución de poner al frente de las comunidades reformadas a las autoridades civiles. Los príncipes pasaban a convertirse en las cabezas de la nueva Iglesia, con lo cual, entre otros muchos peligros, estaba el de someter la vida religiosa al capricho personal, a los intereses políticos o a la avaricia de las autoridades civiles, que no dudarían en desvirtuar la palabra evangélica para conseguir sus propósitos.
Frente a este modelo de Iglesia, no tarda en surgir un nuevo núcleo reformista. A partir de 1534, aparece junto al luteranismo la denominada Iglesia reformada, movimiento que alcanzaría el mayor poder entre todos los movimientos protestantes, tanto por la coherencia de sus formulaciones doctrinales como por su peculiar concepción de la organización eclesial y su formidable potencia proselitista. Su creador fue Juan Calvino.
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