En España reinaban a la sazón los Reyes Católicos y éstos habían tomado sobre sí la tarea de llevar a cabo la ansiada reforma. Pugnando en ocasiones con los mismos pontífices, Isabel y Fernando se habían empeñado en la tarea de reformar a los obispos. Para conseguirlo, obtuvieron del Papa Inocencio VIII el llamado "derecho de patronato y de presentación", por el cual se les facultaba para designar qué personas debían ser puestas por el Romano Pontífice al frente de todas las catedrales, monasterios, prioratos y beneficios con renta superior a los 200 florines, tanto en el reino de Granada como en las Islas Canarias; posteriormente, este privilegio se extendió también a las tierras de América. En el resto de España, la situación no era tan clara, pues frente a los derechos que esgrimían los reyes, basándose en antiguas leyes y costumbres inmemoriales, se oponían con tenacidad los pontífices. De todos modos, salvo casos excepcionales, los Reyes Católicos lograron poner al frente de los principales obispados a hombres ejemplares.
Bastaría recordad los nombres de fray Hernando de Talavera y fray Diego de Daza para confirmar cuanto venimos diciendo, por no insistir en el caso de Cisneros. Éste había sido el instrumento de quien se valieron los Reyes Católicos para instaurar la observancia entre los religiosos, como recordará el lector.
Cisneros se había formado, precisamente, en uno de los monasterios de observantes que antaño fundara fray Pedro de Villacreces. A través de Cisneros se generalizó entre los franciscanos y otras órdenes religiosas el recio espíritu de aquel antiguo reformador. Pero Cisneros no se limitó a establecer la observancia por real decreto. Al mismo tiempo puso a disposición de la nueva espiritualidad las pingües rentas de su arzobispado. Financiados por el mecenazgo de Cisneros, los libreros del país comenzaron a publicar numerosas obras de temas espirituales, que ofrecieron a sacerdotes y religiosos reformados el más sólido y nutritivo alimento espiritual. Larga sería la ista que podríamos dar de los libros que se editaron bajo su patrocinio. Veamos las palabras de fray Pedro de Quintanilla para analizar la trascendencia de su obra:
"Hizo asimismo nuestro venerable cardenal imprimir a su costa y divulgar, parte en latín y part traducidos a nuestra lengua castellana, algunos libros de piedad y devoción, con los cuales el siervo de Dios se solía deleitar y aprovechar para alentar su espíritu de oración... Y los repartió por todos los conventos de monjas, para que se leyesen en el coro y en el refitorio... y para desterrar la ociosidad y ocupar con santo celo a los fieles en la lección de los libros espirituales, de que no había memoria en España ni estaban en lengua vulgar que todos los pudiesen gozar".
Además de su atención a los libros, habría que recordar a este propósito la amplia labor de formación que realizó la universidad de Alcalá desde el momento de su fundación. Ni que decir tiene que la reforma eclesiástica había dado firmísimos pasos cuando comenzaron a soplar en Europa los aires nuevos del Renacimiento. La tensa atmósfera espiritual que se respiraba en los ambientes de observancia, en contacto con las nuevas corrientes, también evolucionó hacia posturas más avanzadas. Ya a finales del siglo XV comienza a notarse en algunos espíritus selectos el cansancio por los métodos minuciosos, por las prácticas ascéticas desangradas de espíritu cristiano, por el mimetismo servil y la repetición mecánica de las normas propugnadas por los oráculos y autoridades consagrados. El Renacimiento, entre otras muchas características suyas, introduce el interés por la experiencia personal. Y este mismo interés por lo vivido y experimentado comienza a reflejarse en los derroteros por los que ahora dirigen su búsqueda de Dios los amantes de la observancia.
Bastaría recordad los nombres de fray Hernando de Talavera y fray Diego de Daza para confirmar cuanto venimos diciendo, por no insistir en el caso de Cisneros. Éste había sido el instrumento de quien se valieron los Reyes Católicos para instaurar la observancia entre los religiosos, como recordará el lector.
Cisneros se había formado, precisamente, en uno de los monasterios de observantes que antaño fundara fray Pedro de Villacreces. A través de Cisneros se generalizó entre los franciscanos y otras órdenes religiosas el recio espíritu de aquel antiguo reformador. Pero Cisneros no se limitó a establecer la observancia por real decreto. Al mismo tiempo puso a disposición de la nueva espiritualidad las pingües rentas de su arzobispado. Financiados por el mecenazgo de Cisneros, los libreros del país comenzaron a publicar numerosas obras de temas espirituales, que ofrecieron a sacerdotes y religiosos reformados el más sólido y nutritivo alimento espiritual. Larga sería la ista que podríamos dar de los libros que se editaron bajo su patrocinio. Veamos las palabras de fray Pedro de Quintanilla para analizar la trascendencia de su obra:
"Hizo asimismo nuestro venerable cardenal imprimir a su costa y divulgar, parte en latín y part traducidos a nuestra lengua castellana, algunos libros de piedad y devoción, con los cuales el siervo de Dios se solía deleitar y aprovechar para alentar su espíritu de oración... Y los repartió por todos los conventos de monjas, para que se leyesen en el coro y en el refitorio... y para desterrar la ociosidad y ocupar con santo celo a los fieles en la lección de los libros espirituales, de que no había memoria en España ni estaban en lengua vulgar que todos los pudiesen gozar".
Además de su atención a los libros, habría que recordar a este propósito la amplia labor de formación que realizó la universidad de Alcalá desde el momento de su fundación. Ni que decir tiene que la reforma eclesiástica había dado firmísimos pasos cuando comenzaron a soplar en Europa los aires nuevos del Renacimiento. La tensa atmósfera espiritual que se respiraba en los ambientes de observancia, en contacto con las nuevas corrientes, también evolucionó hacia posturas más avanzadas. Ya a finales del siglo XV comienza a notarse en algunos espíritus selectos el cansancio por los métodos minuciosos, por las prácticas ascéticas desangradas de espíritu cristiano, por el mimetismo servil y la repetición mecánica de las normas propugnadas por los oráculos y autoridades consagrados. El Renacimiento, entre otras muchas características suyas, introduce el interés por la experiencia personal. Y este mismo interés por lo vivido y experimentado comienza a reflejarse en los derroteros por los que ahora dirigen su búsqueda de Dios los amantes de la observancia.
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