En Aragón se llevó a cabo otra expulsión parcial en 1486 que afectó a los judíos zaragozanos y a los de la diócesis de Albarracín (Teruel). El motivo inmediato lo ofrecio el asesinato del inquisidor Pedro de Arbúes, instigado por los judaizantes, que levantó a los cristianos al grito de "¡Al fuego los conversos, que han muerto al inquisidor!".
Los judíos comenzaban a responder a la violencia con la violencia. A los crímenes ciertos, si los hubo, se unieron los que creó la imaginación popular. En un clima tan enrarecido, un último caso colmó el vaso ya rebosante.
El 17 de diciembre de 1490 dio comienzo el proceso contra dos judíos (Yucé Franco de Tembleque y Moshé Abenamías de Zamora) y seis conversos (Alonso, Lope, García, Juan franco, Juan Ocaña y Benito García), vecinos de La Guardia, pueblo de Toledo. Según parece, enfurecidos y aterrorizados a la vista del auto de fe que habían presenciado en Toledo, realizaro un conjuro, fruto de la superstición y de las ideas mágicas tan extendidas en la época; mediante él querían conseguir "que todos los cristianos rabiasen y se acabara su ley". Para ello se apoderaron del niño Juan Pasamontes, y el viernes santo repitieron en él la pasión de Cristo, crucificándole y sacándole, finalmente, el corazón. Otro de los ingredientes del conjuro era una hostia consagrada que previamente habían comprado.
Desde luego que los acusados se confesaron culpables, y sometidos después al tormento se ratificaron en su confesión. Se les ejecutó en noviembre de 1491. Carece de relevancia la veracidad o no de las acusaciones. Lo que realmente importa es constatar la sensación que este hecho, verdadero o no, produjo en el pueblo cristiano, avivando un odio insuperable.
Y así se llega al decreto de expulsión del 31 de marzo de 1492.
Durante el plazo concedido para salir del país, los judíos y sus bienes quedaban amparados por el seguro real, de modo que nadie podía dañarlos ni despojarlos violentamente. Sin embargo, no era necesario recurrir a la violencia -a más violencia- para obtener los mismos resultados. Se les ofrecía la alternativa del destierro o conversión. Muy pocos fueron los que optaron por el bautismo, atemorizados como estaban por las represalias que podían sufrir en un futuro inmediato a través de la Inquisición. En estas circunstancias, el pueblo israelita dio un alto ejemplo de fidelidad a sus convicciones y solidaridad con sus hermanos. Después deun siglo de constante persecución, la sociedad judía se había reducido, sí, pero al mismo tiempo se habia depurado, librándose de indecisos e indiferentes. Además, el miedo a caer bajo la jurisdicción inquisitorial una vez convertidos era, como hemos dicho, un motivo de disuasión más que eficiente.
A pesar de ello, la sociedad cristiana intentó un supremo esfuerzo de captación. Se llevó a cabo una campaña de predicación intensiva para convertirlos, sin resultados apreciables. Se les prometió condonarles las deudas, si las tenían, en caso de convertirse, como de hecho se hizo posteriormente, por ejemplo, con los conversos del condado de Luna. Los bautismos de judíos importantes se rodearon del mayor esplendor y pompa posibles, con miras claramente propagandísticas. De los cuatro personajes más destacados de la comunidad judía, tres de ellos se convirtieron: el rabí Abraham, el rabino mayor de las aljamas, Abraham Seneor, y su yerno el rabino Mayr. El 15 de junio de 1492 recibieron solemnemente el bautismo en Guadalupe. El nuncio y el gran cardenal de España apadrinaron al primero. Los reyes hicieron los propio con los otros dos, que recibieron respectivamente los nombres de Fernando Pérez Coronel y Fernando Núñez Coronel. Todos ellos pasaron, inmediatamente, a ocupar puestos de relieve en el reino.
El cuarto judío notable, Isaac ben Yudah Abravel, permaneció fiel a su religión. Él fue quien se puso, como un nuevo Moisés, al frente de su pueblo, para conducirlo al éxodo que pronto iban a emprender. Incluso dio la cara en la Corte, tratando de parar el golpe que sobre su pueblo se cernía:
"Hablé por tres veces al monarca, como pude, y le imploré diciendo: "Favor, oh rey, ¿por qué obras de este modo con tus súbditos? Impónnos fuertes gravámenes; regalos de oro y plata y cuanto posee un hombre de la casa de Israel lo dará por su tierra natal". Imploré a mis amigos, que gozaban de favor real para que intercediesen por mi pueblo, y los principales celebraron consulta para hablar al soberano con todas sus fuerzas que retirara las órdenes de cólera y furor y abandonara su proyecto de exterminio de los judíos. También la Reina, que estaba a su derecha para corromperlo, le inclinó poderosa persuasión a ejecutar su obra empezada y acabarla. Trabajamos con ahínco, pero no tuvimos éxito. No tuve tranquilidad, ni descanso. Mas la desgracia llegó".
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Los judíos comenzaban a responder a la violencia con la violencia. A los crímenes ciertos, si los hubo, se unieron los que creó la imaginación popular. En un clima tan enrarecido, un último caso colmó el vaso ya rebosante.
El 17 de diciembre de 1490 dio comienzo el proceso contra dos judíos (Yucé Franco de Tembleque y Moshé Abenamías de Zamora) y seis conversos (Alonso, Lope, García, Juan franco, Juan Ocaña y Benito García), vecinos de La Guardia, pueblo de Toledo. Según parece, enfurecidos y aterrorizados a la vista del auto de fe que habían presenciado en Toledo, realizaro un conjuro, fruto de la superstición y de las ideas mágicas tan extendidas en la época; mediante él querían conseguir "que todos los cristianos rabiasen y se acabara su ley". Para ello se apoderaron del niño Juan Pasamontes, y el viernes santo repitieron en él la pasión de Cristo, crucificándole y sacándole, finalmente, el corazón. Otro de los ingredientes del conjuro era una hostia consagrada que previamente habían comprado.
Desde luego que los acusados se confesaron culpables, y sometidos después al tormento se ratificaron en su confesión. Se les ejecutó en noviembre de 1491. Carece de relevancia la veracidad o no de las acusaciones. Lo que realmente importa es constatar la sensación que este hecho, verdadero o no, produjo en el pueblo cristiano, avivando un odio insuperable.
Y así se llega al decreto de expulsión del 31 de marzo de 1492.
Durante el plazo concedido para salir del país, los judíos y sus bienes quedaban amparados por el seguro real, de modo que nadie podía dañarlos ni despojarlos violentamente. Sin embargo, no era necesario recurrir a la violencia -a más violencia- para obtener los mismos resultados. Se les ofrecía la alternativa del destierro o conversión. Muy pocos fueron los que optaron por el bautismo, atemorizados como estaban por las represalias que podían sufrir en un futuro inmediato a través de la Inquisición. En estas circunstancias, el pueblo israelita dio un alto ejemplo de fidelidad a sus convicciones y solidaridad con sus hermanos. Después deun siglo de constante persecución, la sociedad judía se había reducido, sí, pero al mismo tiempo se habia depurado, librándose de indecisos e indiferentes. Además, el miedo a caer bajo la jurisdicción inquisitorial una vez convertidos era, como hemos dicho, un motivo de disuasión más que eficiente.
A pesar de ello, la sociedad cristiana intentó un supremo esfuerzo de captación. Se llevó a cabo una campaña de predicación intensiva para convertirlos, sin resultados apreciables. Se les prometió condonarles las deudas, si las tenían, en caso de convertirse, como de hecho se hizo posteriormente, por ejemplo, con los conversos del condado de Luna. Los bautismos de judíos importantes se rodearon del mayor esplendor y pompa posibles, con miras claramente propagandísticas. De los cuatro personajes más destacados de la comunidad judía, tres de ellos se convirtieron: el rabí Abraham, el rabino mayor de las aljamas, Abraham Seneor, y su yerno el rabino Mayr. El 15 de junio de 1492 recibieron solemnemente el bautismo en Guadalupe. El nuncio y el gran cardenal de España apadrinaron al primero. Los reyes hicieron los propio con los otros dos, que recibieron respectivamente los nombres de Fernando Pérez Coronel y Fernando Núñez Coronel. Todos ellos pasaron, inmediatamente, a ocupar puestos de relieve en el reino.
El cuarto judío notable, Isaac ben Yudah Abravel, permaneció fiel a su religión. Él fue quien se puso, como un nuevo Moisés, al frente de su pueblo, para conducirlo al éxodo que pronto iban a emprender. Incluso dio la cara en la Corte, tratando de parar el golpe que sobre su pueblo se cernía:
"Hablé por tres veces al monarca, como pude, y le imploré diciendo: "Favor, oh rey, ¿por qué obras de este modo con tus súbditos? Impónnos fuertes gravámenes; regalos de oro y plata y cuanto posee un hombre de la casa de Israel lo dará por su tierra natal". Imploré a mis amigos, que gozaban de favor real para que intercediesen por mi pueblo, y los principales celebraron consulta para hablar al soberano con todas sus fuerzas que retirara las órdenes de cólera y furor y abandonara su proyecto de exterminio de los judíos. También la Reina, que estaba a su derecha para corromperlo, le inclinó poderosa persuasión a ejecutar su obra empezada y acabarla. Trabajamos con ahínco, pero no tuvimos éxito. No tuve tranquilidad, ni descanso. Mas la desgracia llegó".
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