Antes de marchar, los judíos debían vender sus bienes inmuebles y los muebles que no podían transportar. Aparte de la baja que expermientaron los precios como consecuencia del repentino exceso de oferta, la avidez de los compradores agravó muchísimo más la situación. En algunos sitios se prohibió a los cristianos que compraran los bienes de los judíos y en otros se establecieron guardias para que no pudieran salir de las aljamas hasta el día de la marcha. Sus haciendas, pues, se malbarataron, casi se abandonaron a cambio de cuatro cuartos.
Bien es verdad que el decreto real les permitía dar poderes a otras personas para que liquidaran sus propiedades con menos prisa, pero, como al mismo tiempo necesitaban el dinero para el viaje, mucos optaron por vender precipitadamente sus bienes.
Podían sacar los judíos cuanto pudieran llevar consigo, menos aquellos artículos que prohibían sacar del país las leyes aduaneras. Así pues debían dejar en España sus caballos (con lo que el viaje se hacía más difícil) y también el oro, la plata y la moneda acuñada. Los contravalores podían ser castigados con la confiscación de bienes o la muerte, según el volumen del contrabando. En este caso se urgió a las autoridades aduaneras para que aplicasen las penas establecidas con el mayor rigor.
Sólo había un medio de conservar los bienes: entregar a los banqueros los dineros y metales preciosos, recibiendo de ellos los justificantes pertinentes, es decir, letras de cambio que podían hacer efectivas una vez se encontrasen fuera de España. Los banqueros italianos, en especial los genoveses, se prestaron a llevar a cabo estas operaciones, gravándolas con fortísimos intereses.
También ocurrió que los cristianos que debían dinero a los judíos se negaron a saldar sus deudas, no sólo los capitales que habían recibido en préstamo a título particular, sino también los impuestos que los cobradores judíos habían adelantado al fisco y debían cobrar después de cada contribuyente, con los correspondientes intereses.
Cumplido el plazo fijado, los judíos salieron de sus casas. Todos los testigos de la amarga despedida mencionan las tristes escenas que tuvieron lugar cuando abandonaban los lugares donde habían estado afincados desde muchas generaciones atrás. En seguida empr3endieron la marcha hacia los puntos en que debían concentrarse antes de salir al extranjero.
Según los cálculos más objetivos, de los 200.000 individuos que formaban la comunidad judía de Aragón y Castilla, más de 150.000 eligieron el destierro. Y así nos lo cuenta el cronista Bernáldez:
"Salieron de las tierras de sus nacimientos, chicos y grandes, viejos y niños, a pie y caballeros en asnos y otras bestias, y en carretas, y continuaron sus viajes, cada uno a los puertos que habían de ir; e iban por los caminos y campos por donde iban con muchos trabajos y fortunas, unos cayendo, otros levantando, otros muriendo, otros naciendo, otros enfermando, que no había cristiano que no hubiese dolor de ellos, y siempre por do iban los convidaban al baptismo, y algunos, con la cuita, se convertían y quedaban, pero muy pocos, y los rabíes los iban esforzando, y hacían cantar a las mujeres y mancebos y tañer panderos y adufos para alegrar la gente, y así salieron de Castilla".
Bien es verdad que el decreto real les permitía dar poderes a otras personas para que liquidaran sus propiedades con menos prisa, pero, como al mismo tiempo necesitaban el dinero para el viaje, mucos optaron por vender precipitadamente sus bienes.
Podían sacar los judíos cuanto pudieran llevar consigo, menos aquellos artículos que prohibían sacar del país las leyes aduaneras. Así pues debían dejar en España sus caballos (con lo que el viaje se hacía más difícil) y también el oro, la plata y la moneda acuñada. Los contravalores podían ser castigados con la confiscación de bienes o la muerte, según el volumen del contrabando. En este caso se urgió a las autoridades aduaneras para que aplicasen las penas establecidas con el mayor rigor.
Sólo había un medio de conservar los bienes: entregar a los banqueros los dineros y metales preciosos, recibiendo de ellos los justificantes pertinentes, es decir, letras de cambio que podían hacer efectivas una vez se encontrasen fuera de España. Los banqueros italianos, en especial los genoveses, se prestaron a llevar a cabo estas operaciones, gravándolas con fortísimos intereses.
También ocurrió que los cristianos que debían dinero a los judíos se negaron a saldar sus deudas, no sólo los capitales que habían recibido en préstamo a título particular, sino también los impuestos que los cobradores judíos habían adelantado al fisco y debían cobrar después de cada contribuyente, con los correspondientes intereses.
Cumplido el plazo fijado, los judíos salieron de sus casas. Todos los testigos de la amarga despedida mencionan las tristes escenas que tuvieron lugar cuando abandonaban los lugares donde habían estado afincados desde muchas generaciones atrás. En seguida empr3endieron la marcha hacia los puntos en que debían concentrarse antes de salir al extranjero.
Según los cálculos más objetivos, de los 200.000 individuos que formaban la comunidad judía de Aragón y Castilla, más de 150.000 eligieron el destierro. Y así nos lo cuenta el cronista Bernáldez:
"Salieron de las tierras de sus nacimientos, chicos y grandes, viejos y niños, a pie y caballeros en asnos y otras bestias, y en carretas, y continuaron sus viajes, cada uno a los puertos que habían de ir; e iban por los caminos y campos por donde iban con muchos trabajos y fortunas, unos cayendo, otros levantando, otros muriendo, otros naciendo, otros enfermando, que no había cristiano que no hubiese dolor de ellos, y siempre por do iban los convidaban al baptismo, y algunos, con la cuita, se convertían y quedaban, pero muy pocos, y los rabíes los iban esforzando, y hacían cantar a las mujeres y mancebos y tañer panderos y adufos para alegrar la gente, y así salieron de Castilla".
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