22 mar 2013

REINADO DE ALFONSO VIII

La prematura muerte de Sancho III trajo en Castilla la minoridad de su hijo Alfonso VIII (1558-1214), que fue una de las más turbulentas, por la rivalidad de los Castros y los Laras, dos familias poderosas e influyentes del reino, y también porque Fernando II (1157-1188) de León pretendió ejercer la tutela de su sobrino, el joven rey castellano.
En efecto, la infancia del monarca Alfonso VIII fue triste y desgraciada, porque, huérfano a los tres años, el reino de Castilla se vio ensangrentado por las luchas de los nobles, divididos en varios bandos, mientras que el rey de Aragón se apoderaba de varias ciudades, y el de León, su tío Fernando, intentaba secuestrar al pequeño, teniendo éste que huir disfrazado de arriero.
Cuando Alfonso VIII alcanzó la mayoría de edad, concedió a los vecinos de Atienza -en cuyo castillo estuvo refugiado y del que salió disfrazado- el título de caballeros y la autorización para constituirse en Hermandad o Cofradía, la cual aún subsiste y celebra todos los años en el día de Pentecostés la fiesta de la "Caballada" en conmemoración de la estratagema con que salvaron al joven monarca.
Tantas adversidades forjaron el carácter y la voluntad de Alfonso VIII, que fue a la vez valeroso y magnánimo, por lo que la historia lo conoce con el sobrenombre de "Noble".  Llegado a su mayoría de edad, restableció rápidamente la paz en su reinado y recobró los territorios que le habían sido arrebatados.
Agradecido al monarca aragonés por haberle ayudado a rendir la formidable plaza de Cuenca, le relevó del vasallaje que Aragón debía a Castilla, desde que reconoció como Emperador a Alfonso VII.  De modo que la supremacía política conseguida por dicho soberano, fue voluntariamente renunciada por su hijo y sucesor.
Más tarde, en 1179, Alfonso II de Aragón y Alfonso VIII de Castilla celebraron un tratado, en que se fijaban las conquistas que a cada uno de dichos reinos correspondía hacer en las tierras ocupadas por los moros.
Animado por el buen éxito obtenido en Cuenca, el rey castellano siguió con gran denuedo la lucha por la Reconquista, llegando en una de sus campañas hasta cerca del Estrecho de Gibraltar, desde donde envió un cartel de desafío al emperador de los almohades, llamado Abuyusuf Yacub Almansur, jefe de una fanática secta musulmana, que tenía su corte en el Norte de África.
El soberano almohade aceptó el reto del castellano desembarcando en la Península con un gran ejército (se habla de unos 300.000 infantes y otros 100.000 jinetes, si bien las cifras nos parecen exageradas), con el que derrotó a Alfonso VIII en la batalla de Alarcos -pueblo próximo a Ciudad Real-, se apoderó de los reinos de Taifas y asoló las tierras castellanas hasta el pie de la cordillera Central.
La memorable batalla se libró el día 19 de julio de 1195 y costó al ejército cristiano, en el que figuraban las milicias de los concejos, cerca de 20.000 bajas.  El mismo Alfonso VIII recibió en el combate varias heridas, que le fueron curadas por su hábil cirujano Diego de Villar, natural de Villar de Torres, provincia de La Rioja.
Pero mientras el pueblo castellano atribuía este descalabro a castigo del cielo, por los amores que con una bella judía de Toledo, llamada Raquel, sostenía Alfonso VIII, éste culpó de tal desastre al rey de León.  Con tal motivo surgió entre los dos soberanos una disputa que acabó en escandalosa guerra civil, de que se aprovecharon los almohades para continuar avanzando sobre Castilla.
Sólo ante el peligro común cesaron las hostilidades y se ajustó una paz, garantizada por el matrimonio de Alfonso IX de León, que había sucedido a su padre Fernando II, con Doña Berenguela, hija de Alfonso VIII.
Esta ilustre princesa se había desposado antes, en 1188, con el alemán Conrado de Suabia, hijo del emperador Federico Barbarroja; pero el matrimonio no llegó a consumares, por la irresistible aversión que la infanta castellana mostró hacia el príncipe germánico.

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