Después de muchas separaciones y luchas con su marido y su propio hijo, la muerte de Doña Urraca en 1126 desenlazó el complicado nudo de este sangriento drama. La leyenda supone que esta infortunada reina, llamada por muchos la "Mesalina española", murió emparedada por pecado de amores, en un torreón que todavía existe en Covarrubias (Burgos), y a que las gentes denominan "El Torreón de Doña Urraca".
Con la muerte de Doña Urraca se abrió ancho camino a su hijo Alfonso VII (1126-1157), primer vástago de la Casa de Borgoña, que fue proclamado rey de León y Castilla y heredero de su abuelo.
Bien pronto el nuevo monarca dirigió sus armas contra los árabes andaluces , quienes, aprovechándose de las pasadas revueltas, hacían frecuentes y audaces incursiones por Castilla.
En una de ellas se acercaron a Toledo, intentando asediarla por saber que esta plaza se hallaba desguarnecida, al haber salido de ella e ray con toda su mesnada para sitiar Oreja. Pero la reina doña Berenguela, mujer de ánimo esforzado, lees dirigió la palabra desde la torre conminándoles a que presentasen batalla en otro lugar que no fuese una ciudad ocupada sólo por mujeres.
Los moros, presuntamente avergonzados (siempre según la leyenda), se retiraron haciendo galantes zalemas a las que correspondió la animosa dama entonando algunas canciones populares. El joven monarca castellano, en una de sus salidas penetró en Córdoba, y llegó hasta la vista de Cádiz aunque sin realizar verdaderas conquistas. Al entrar en la ciuad el régulo de la misma se declaró vasallo de Alfonso VII, por lo cual este príncipe entró como soberano en la corte de los Omniada y convirtió su gran mezquita en un templo católico.
Pero tal situación duró muy poco, pues tan pronto como el rey castellano se volvió a su reino, el régulo musulmán negó el vasallaje ofrecido, y la catedral tornó a ser mezquita hasta que el rey San Fernando conquistó definitivamente Córdoba.
Mientras tanto, moría en el sitio de Fraga el rey de Aragón, Alfonso I el Batallador (1104-1134). Cuando Alfonso VII vio que su padrastro no dejaba sucesión, pretendió la corona aragonesa. Y si bien es verdad que no logró ceñirla, consiguió al menos que dicho reino se reconociera como feudatario del de Castilla.
El reino de Navarra le hizo después la misma declaración de vasallaje; por lo cual, envanecido el rey Alfonso VII, tomó el título de "Emperador", aunque fue puramente honorífico, pues nunca supuso soberanía efectiva del reino castellano sobre los otros.
Recordemos a este propósito que Alfonso VI y algunos de los reyes de León, a partir de Fernando I, ya habían llevado este título; pero ninguno hasta Alfonso VII había recibido solemnemente la investidura y la diadema imperiales.
Sin embargo, tal hecho debe estimarse como una protesta de los monarcas españoles contra la pretensión que los emperadores de Alemania formularon en tiempos de Enrique III para que el rey de León y de Castilla, que entonces era Fernando I, reconociese la supremacía del Imperio Germánico.
Deseando Alfonso VII hacerse digno de la investidura imperial, llevó a cabo nuevas expediciones a Andalucía, cuyos régulos llamaron en su auxilio a los almohades, que vinieron bajo las órdenes de Abdelmumen; pero pronto volvieron las armas contra los mismos que los habían llamado.
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