Después de la victoria de Covadonga, Don Pelayo fue proclamado rey sobre el teatro mismo de sus hazañas, sin que precediese ningún pacto, ley o fuero que condicionara su soberanía. El nombramiento del monarca se hizo en el llamado Campo de la Jura o Campo de Re Pelao, en el cual se alza hoy, como monumento de la victoria, una pirámide coronada por una cruz. Aunque parezca extraño, los árabes no volvieron nunca a tomar desquite del desastre de Covadonga, pues se hallaban empeñados por entonces en la conquista de Francia. Por otra parte, los vencidos de Covadonga no fueron los árabes puros, sino los bereberiscos; y aquéllos, siempre enemigos de éstos y celosos de sus triunfos, no sintieron su descalabro ni se apresuraron a buscar la revancha, que parecía natural de esperar.
Don Pelayo (718-738) tuvo un reinado feliz y pasó en completa paz el resto de su vida. Al morir fue enterrado en Cangas de Onías, donde tenía su residencia o corte, que también lo fue de casi todos sus sucesores hasta Silo, quien la traspasó a Pravia. Sus restos fueron llevados más tarde -en tiempos de Alfonso X el Sabio- al santuario de Covadonga.
El reino asturiano de Don Pelayo se reducía al territorio comprendido entre la cordillera astúrica y el Cantábrico, y entre el Navia y Cantabria. Andando el tiempo, el pequeño reino Astur fue ensanchando sus fronteras, ocupando Galicia y el territorio de León, ciudad que dio nuevo nombre al reino cristiano porque en ella fijaron los reyes su capital.
La corona de Don Pelayo pasó a su hijo Favila (738-739). Este hecho, sin embargo, no significa que en la naciente monarquía estuviese adoptado el sistema hereditario para la sucesión al trono; pero al creer los asturianos que Favila sería digno hijo de tal padre, los determinó a poner en sus manos el cetro. No obstante, la verdad es que nada hizo el joven monarca que redundase en bien de la Patria y en honor suyo. Poco tiempo después Favila era devorado por un oso en una cacería. Este trágico suceso ocurrió en los Picos de Europa que se alzan, como es sabido, en el valle de Liébana, situado entre Asturias y Cantabria. También pereció más tarde -en el 1220- entre las garras de un oso el infante de León don Sancho Fernández, hermano del rey Alfonso IX.
El infortunado Favila dejó hijos al morir; pero como eran de tierna edad, la corona pasó a D. Alfonso I el Católico, que era yerno de D. Pelayo, pues estaba casado con la hija de éste llamada Hermesinda u Hormesinda.
Alfonso I era hijo del duque Pedro, que gobernaba Cantabria y había sido aliado de don Pelayo contra los árabes, uniéndose por tal matrimonio el naciente reino asturiano y el colindante ducado de Cantabria. En dicha monarquía se entronizó la "casa de Cantabria", que duraría hasta Bermudo III. Por aquel entonces se necesitaban reyes "que tuviesen por cetro la espada, y por trono la silla de su caballo". Alfonso I (739-756) paseó triunfante por Galicia, penetró luego en tierras portuguesas y llegó después hasta el centro de la Península, señalándose por su celo en restaurar los templos destruidos o transformados en mezquitas por los moros, y haciéndose digno del cognomen "Católico".
Los historiadores árabes, en cambio, le llaman "Adefuns el terrible y el matador de hombres", por los estragos que causó entre su gente y aun entre la cristiana; pues parece que taló los campos y destruyó las poblaciones de la antigua Bardulia. Por eso algunos suponen que Alfonso I sólo hizo incursiones para obtener botín de guerra y fortificar el reino de Asturias hasta convertirlo en una plaza fuerte. Mas aunque estos hechos de armas no tienen en verdad el carácter de una conquista, lo cierto es que sirvieron para llevar al interior del país invadido y sojuzgado la grata nueva de que existía un rincón de España libre de la dominación agarena, donde se había organizado el núcleo de la Reconquista.
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