2 mar 2016

CARLOS II (II)

El reinado de Carlos II coincidiría, pues, con un desplazamiento general de los centros de poder. De la realeza, el poder pasó a manos de la aristocracia; de Castilla, a las provincias periféricas; de la Península a las Américas; del Imperio Hispánico, a otras naciones europeas, que sustituyeron a España en el ejercicio de la hegemonía europea y mundial.
Felipe IV, al sentirse morir, buscó a una persona que fuese capaz de sostener las riendas de la nacón hasta tanto alcanzase la mayoría de edad su hijo Carlos. Doña Mariana de Austria no era, desde luego, la persona más indicada. Mujer de escasa inteligencia, era además incorregiblemente terca y propensa a dejarse guiar, en sus escrúpulos, por su confesor, y en sus dudas, por cualquier esíritu fuerte que estuviera dispuesto a conquistar el valimiento. Así pues, Felipe nombró a su esposa regente de la Corona, pero nombró al mismo tiempo una Juna de Gobierno, sin la cual la regente no podría tomar decisiones en las cuestiones importantes. En esta junta colocó el rey a los representantes de aquellas facciones que a no dudarlo, lucharían por el poder al amparo de la debilidad de la regente. Felipe IV aún tenía una alternativa: la de confiar el poder a su hijo bastardo don Juan José de Austria, el cual, a pesar de que su carrera militar no constituía un lúcido palmarés de triunfos, gozaba de gran popularidad en aquella España que soñaba con un salvador, con un Mesías que la rescatara de su postración y miseria. Mas don Juan José había atraído sobre sí la repulsa de su padre desde el día en que se presentó ante él con la más descabellada de las propuestas. Deseoso de salir de la situación de bastardo y de ceñir la corona real, propuso a su padre que le permitiese contraer matrio¡monio con su media hermana la princesa Margarita, que entonces era la heredera de España. Felipe IV, indignado, lo arrojó de su presencia y no quiso volver a verlo ni el la hora de la muerte.
Componían la Junta de Gobierno el conde de Castrillo, que había sido presidente del Consejo de Indias y virrey de Nápoles; el conde de Peñaranda, negociador español en la Paz de Westfalia y jefe de una poderosa facción aristocrática; Cristóbal Crespí, vicecanciller del Consejo de Aragón; el marqués de Aytona, el más leal de los militares de su época, a quien Felipe IV incluyó en la Junta por no tener confianza ni en los Medina-Sidonia, ni en los Braganzqa, ni en los Híjar; Blasco de Loyola, un vasco que sobresalía como experto y hábil secretario; el cardenal Pascual de Aragón, hijo del virrey de Cataluña, Cardona.
En aquella jnta formaban los representantes de las diferentes provincias de la Península y de los principales intereses del país. Felipe IV había aprendido la lección que le imparieran las guerras de Cataluña: la de la invisibilidad de los proyectos centralizadores de Olivares. La composición de la junta era una prueba más del triunfo de la política federalista frente al absolutismo. Bajo este signo, el reinado de Carlos II marcaría el triunfo definitivo de las fuerzas centrífugas sobre las centrípetas. Al mismo tiempo, los intereses de la aristocracia y de la Iglesia también estaban representados en la junta. El vacío de poder que dejaba tras de sí Felipe IV sólo podóa ser rellenado por estos dos estamentos: los nobles y el clero. Sus intereses coincidían en lo fundamental: nobleza y clero eran los principales titulares del suelo peninsular; por otra parte, las filas del alto clero se nutrían con individuos procedentes de las familias nobles. No había una alternativa ni una posibilidad de elegir entre nobles y clérigos; no podían ser enemigos, sino aliados.
En la coyuntura marcada por la muerte de Felipe IV, el clero alcanz, además, el máximo de sus efectivos numéricos. Algunos lo calculan en 200.000 clérigos. Solamente la catedral de Palencia contaba con 300, y la diócesis de Calaorra con ¡¡20.000!! Los que deseaban llevar a cabo cualquierreforma, en seguida tropezaban con el obstáculo que ofrecía aquella enorme población de clérigos, que harían escribir al conde de Oropesa:

"El número de los que se han ordenado de primeras órdenes en estos últimos años es tan grande que apenas se halla un mozo soltero en muchos lugares que no esté rodeado de ellas; y muchos de crecida edad, después de haber enviudado, las procuran y consiguen y casi todos las desean para gozar del privilegio del fuero, vivir con más libertad, excusarse de pagar tributos y otros motivos temporales".

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