6 ene 2016

HALCONES Y PALOMAS EN EL VIETNAM DE FLANDES (V)

Juan de Austria sospechaba desde hacía tiempo que en la corte de Madrid se estaba tramando algo contra él. Así lo hacía pensar la inexplicable lentitud e irresolución de Felipe. Para aclarar su situación había enviado a Escobedo a España en 1576 y, nuevamente, en 1577. Pronto se dio cuenta Escobedo de que Antonio Pérez estaba haciendo el peligroso juego del doble espía. Pérez comprendió también que Escobedo iba a poner sus cartas boca arriba ante el rey y que su carrera se iba a arruinar. Entre Escobedo y Pérez se trabó un duelo a muerte. El primero se entregó frenéticamente a la búsqueda de pruebas contra Pérez y las encontró: Pérez, en colaboración con la viuda de su antiguo protector, el príncipe de Éboli, había montado un pingüe negocio, consistente en vender por altas sumas los secretos a los que él, como secretario del rey, tenía acceso. Para Escobedo, lo más grave no era la traición de Pérez, sino que a él no le hubiesen dado parte en los beneficios, por lo que recurrió al expediente de chantajear a Pérez y a la princesa de Éboli, para que compartiesen con él sus ganancias. Pérez no tenía más que una salida, la de cerrar la boca a Escobedo por el medio que fuese. Y eligió el más maquiavélico: convencer a Felipe II de su culpabilidad en la presunta traución de don Juan de Austria para arrancar del rey una condena a muerte.
Felipe II, convencido de que el ángel malo que inspiraba los tenebrosos propósitos a su hermano era Escobedo, autorizó su muerte. Prefería apresar a Escobedo y ejecutarlo secretamente, después de darle ocasión para arreglar sus cuentas con Dios mediante la confesión. Mas Pérez lo convenció de que tal solución era inviable. Pérez propuso que se le envenenara, y el rey consintió en que se hiciese, pero con el mayor tiento posible, para que don Juan no llegase a sospechar la verdad de lo ocurrido.
Los acontecimientos que siguieron son verdaderamente espeluznantes. Escobedo recibió su primer "bocado" (veneno) durante una cena que Pérez organizó en su palacio de La Casilla. Escobedo, hombre de robusta naturaleza, "se fue a su casa tan tranquilo como el gallo del herbolario". La segunda intentona tuvo lugar a los cuatro días, un viernes de febrero de 1578. Se sirvió a los comensales una escudilla de nata; en la de Escobedo se echaron unos "ciertos polvos como la harina", tal vez arsénico. Escobedo se sintió mal; el dolor y los vómitos le obligaron a dejar el banquete y a marchar a su casa. Pero los médicos no sospecharon nada, y Escobedo se recuperó. La tercera vez fue el mismo cocinero de Escobedo quien se encargó de envenenarlo. El enfermo se agravó; ya nadie dudó de que se trataba de un atentado; sospechando de una criada morisca que había en la casa, la declararon culpable y la hicieron ahoracar a los cuatro días. Con todo, Felipe II, sabedor y cómplice de cuanto estaba ocurriendo, se sentía intranquilo, como lo muestra su contestación a la carta en que Pérez le daba cuenta de la marcha del siniestro plan:

"No es bueno en lo que ha dado el Verdinegro (así llamaban a Escobedo Felipe y Antonio Pérez), porque quizá harán a la esclava decir lo que se le antojase"

Finalmente se recurrió a un medio más eficaz. Escobedo pasó la tarde del 31 de marzo de 1578 en casa de la princesa de Éboli, y al anochecer se dirigió a la casa de su presunta amante, doña Brianda de Guzmán. A las nueve salió de allí para ir a su casa, acompañado de unos sirvientes. A atravesar la callejuela del camarín de Nuestra Señora de la Almudena, unos asesinos (pagados por Pérez) lo acribillaron a estocadas. Escobedo cayó muerto en el acto. A pocos pasos de allí estaba la casa de la princesa de Éboli.
Doña Ana Mendoza la Cerda había enviudado de Ruy Gómez de Silva cuando sólo tenía treinta y tres años. Aquella inquieta mujer, que tantos quebraderos de cabeza había dado a su difunto esposo, sintió tanto su muerte que, sin pensarlo mejor, entró en el convento de Pastrana; pero armó tales alborotos y embrollos en el claustro, que Felipe II tuvo que intervenir y obligarla a renunciar a la vida de monja. Era una mujer muy hermosa, aunque tuerta, o al menos bizca, por lo que solía llevar el ojo derecho, donde tenía el defecto, tapado con una cortinilla. Su lengua era de las más graciosas y temibles de la corte, y ni siquiera desdeñaba emplearla en proferir los más gruesos tacos ni las más chabacanas frases.
Antonio Pérez tuvo con ella estrechas relaciones, pero no de tipo afectivo, sino comercial. La leyenda que refiere unos supuestos amores entre Felipe II y la de Éboli, que más tarde llevvaron al rey a un ataque de celos al verla enamorada de Pérez, no es más que una invención. Lo que había entre Pérez y doña Ana era una sociedad comercial en que la mercancía eran los secretos de Estado, vendidos a los rebeldes flamencos, a los portugueses y, tal vez, al Vaticano mismo.
Los partidarios de Escobedo ataron cabos y apuntaron en buena dirección: Pérez y la de Éboli habían tenido algo que ver con la muerte del secretario de don Juan de Austria; mas Felipe II no atendió sus quejas. Ordenó que se buscase a los criminales (a quienes Pérez ya había puesto a salvo en tierras de Aragón) y pareció echar tierra sobre el asunto.

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