3 dic 2015

LA IGLESIA EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XVI (VIII)

Carranza estuvo encerrado en Valladolid más de siete años. Entonces surgió un nuevo problema, que alargó el proceso hasta extremos inconcebibles. Felipe II se dio cuenta de que la Inquisición constituía un magnífico instrumento de control sobre sus posesiones y, al mismo tiempo, el más fuerte valladar contra los peligros de herejía. En consecuencia, trató de identificar su poder con el de la Inquisición. Los inquisidores, esperando de esta política un aumento de su propio poder, apoyaron al rey, enfrentándose incluso con los papas. La víctima de este forcejeo entre el papa y el rey fue el infortunado Carranza. Los papas no se atrevían a romper con Felipe, porque necesitaban su apoyo militar. Éste tampoco rompía con los papas porque, como defensor de la cristiandad, necesitaba el prestigio que sólo ellos podían conferirle; pero sobre todo porque necesitaba los ingresos que le proporcionaba la Iglesia española y los subsidios que el clero le concedía precisamente para que defendiese sus intereses frente a la curia romana. Felipe exigía que Carranza fuese juzgado por la Inquisición española. El Papa pedía que se transfiriese el proceso a los tribunales romanos. En 1566, Valdés es sustituido por un nuevo inquisidor, el cardenal Espinosa. Las medidas de rigor adoptadas por Valdés se suavizaron. El proceso de Carranza se transfirió finalmente a Roma. La Corona se aprovechó de la situación en que estaba el arzobispo de Toledo para adueñarse de los enormes ingresos de la sede toledana. Todavía se prolongó varios años el proceso. En total, diecisiete. Finalmente, Carranza vio cómo su catecismo volvía a ser incluído en el índice de libros prohibidos.
La sorda guerra que se hicieron el rey de España y los pontífices a propósito del control de la Iglesia española, no cabe duda que debilitó las fuerzas de la Contrarreforma. Las intromisiones de la Corona en los asuntos puramente eclesiásticos se evidenciaron, por ejemplo, en muestras de regalismo tales como someter los decretos tridentinos al examen del Consejo de Castilla, el declarar nulos los breves pontificios que citaban a súbditos españoles ante tribunales extranjeros, el examen de las bulas papales por parte del monarca y la eventual prohibición de publicarlas en sus dominios si él lo consideraba necesario.
El comportamiento de Felipe muestra que en el fondo de su corazón consideraba la religión como un asunto demasiado serio para dejarlo en manos del Papa. Temeroso de la herejía, no quiso confiar en nadie sino en sí mismo y en los agentes por él escogidos para desarraigarla de sus posesiones. Felipe, en resumen, estaba dispuesto a ser más papista que el Papa.

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