21 dic 2015

EL IMPERIO DONDE NO SE PONÍA EL SOL (II)

Las relaciones entre España y Portugal desde finales del siglo XV habían oscilado alternativamente entre la rivalidad y la cooperación. El descubrimiento de América y su incorporación a la Corona de Castilla había agriado las relaciones entre ambos Imperios, pero sin terminar en rupturas extremas, pues ambos habían llegado a un acuerdo por el que determinaron las respectivas zonas de influencia, de modo que no hubiese interferencias entre sus intereses respectivos. El descubrimiento del océano Pacífico y la apertura del estrecho de Magallanes habían puesto en peligro este equilibrio, desde el momento en que las naves españolas habían hecho su aparición en unos mares que los portugueses consideraban como propios. Andando el tiempo, los españoles, lejos de iniciar la retirada, afianzaron más y mássu presencia en aquellos mares, sobre todo desde el momento en queLegazpi conquistó para España el arhipiélago que, en honor de Felipe II, recibió el nombre de Islas Filipinas (1571).
Portugal, que a lo largo de tantos años había realizado la titánica tarea de hacerse con un Imperio a partir de sus menguados recursos humanos, no estaba en condiciones de enfrentarse al poderío español. Su propia coherencia interior comenzaba a dar signos de desmoronamiento. La nobleza dirigente se había deblitado, como consecuencia de la afluencia de la riqueza ultramarina. El país, gobernado con creciente incompetencia, no lograba salir de una continua bancarrota. La misma organización de su Imperio resultaba inconsistente. Los portugueses, cuando llegaban al término de sus exploraciones, se contentaban con establecer factorías costeras que les servían de base para comerciar con los naturales del país; mas no pasaban de ahí. La verdad es que el millón de habitantes que por entonces tenía el país luso no le habría permitido llevar a cabo ni la conquista, ni la colonización, ni la explotación de las tierras descubiertas, como venía haciendo España en América. Por esto se limitaban a llevar a cabo un simple intercambio en el que obtenían las especias que solicitaban los mercados europeos, a cambio de metales preciosos que entregaban a los indígenas. Pero había una dificultad: los mercaderes portugueses necesitaban fuertes adelantos en moneda preciosa para comprar sus mercancías, y ellos no las tenían. A España, por el contrario, podía decirse que le sobaban, gracias a los enormes recursos de América. Así pues, Portugal no había tenido más remeio que recurrir a España, hasta el punto de que la prosperidad económica de Lisboa llegó a depender vitalmente de la de Sevilla, puerto de atraque de las riquezas americanas. La alianza entre ambos reinos se estrechaba cada vez más. Los portugueses colaboraban con los españoles en la defensa de las flotas que hacían la travesía del Atlántico, ayudaban con las dotes de sus princesas a los soberanos españoles, callaban y seguían negociando cuando los españoles traspasaban con sus barcos los límites marinos pertenecientes a Portugal.
Mas a Felipe II no le bastaba con la alianza de su vecino para sentirse del todo seguro. Portugal era el único reino independiente que quedaba en la Península. A pesar de que la idea de unir bajo un solo cetro a toda la península ya se había intentado desde los tiempos de los primeros Trastámaras, los portugueses siempre se habían mostrado hostiles a tales planes, y era de esperar que reaccionarían violentamente ante cualquier intento de Felipe por extender su soberanía a Portugal. A Felipe, por su parte, le interesaba anexionar Portugal , sobre todo teniendo en cuenta que, en caso de una guerra total contra Inglaterra, sus enemigos podrían aprovecharse de la situación del Estado luso para atacar a España por uno de sus flancos más sensibles. Portugal, en efecto, era para España lo mismo que Irlanda para Inglaterra.
En esta situación, reina en Portugal el joven rey don Sebastián. Había nacido el 20 de enero de 1554, dieciocho días después de bajar al sepulcro su padre, el príncipe Juan. En los días que transcurrieron entre la muerte de su padre y su nacimiento, todo Portugal había vivido agarrotado por la ansiedad. Del parto que se esperaba dependía el futuro del reino. De haberse malogrado, la Corona de Portugal habría pasado necesariamente a manos del rey de España, y esto era lo último que deseaban los portugueses. De ahí que cuando Juana, hermana de Felipe II, dio a luz, el niño fue bautizado con el nombre del santo del día (San Sebastián) y aclamado con el título de "El Deseado".
Una ojeada al árbol genealógico del pequeño rey será imprescindible para ponerse al tanto de las extrañas circunstancias que en él concurrían y para captar la clave de los acontecimientos que terminarían poniendo sobre la cabeza del Rey Prudente la corona de Portugal.
En el centro de esta composición genealógica encontramos los nombres de dos próncipes, Carlos de España y Sebastián de Portugal. Una muerte igualmente desastrada debería poner fin, andando el tiempo, a las vidas de ambos. Como veremos en seguida a propósito de don Sebastián, y más adelante al hablar de don Carlos, en ellos habían concurrido una serie de factores hereditarios degenerativos, que siempre deberán ser tenidos en cuenta para comprender sus derrotadas vidas y sus desgraciadas. Sus respectivos padres eran primos hermanos. Tanto sus abuelos paternos como maternos también eran primos hermanos entre sí. Sus bisabuelas, Juana la Loca y María, eran hermanas, hijas ambas de los Reyes Católicos.
Nos encontramos ante un caso de endogamia, que no será, por cierto, el último en la historia de la dinastía de los Austrias. Generación tras generación, los matrimonios consanguíneos se repiten hasta bordear el incesto. Tanto en don Sebastián como en don Carlos coincidía "una herencia llena de egregias cualidades y egregios defectos, mezclados y remezclados a través de incesantes matrimonios consanguíneos, que hoy nos producen horror", como dijo en su día Gregorio Marañón.


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