28 nov 2015

LA IGLESIA EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XVI (IV)

La Inquisición, obsesionada por detectar en España cualquier brote de herejía similar a la que por entonces comenzaba a hacer estragos en Alemania (el luteranismo), no tardó en advertir que algo raro estaba ocurriendo en la comarca de que era corzón el recién edificado palacio de los Mendoza, propiedad de los antiguos marqueses de Santillana, que desde 1519 eran también Duques del Infantado. Algo parecido se podía detectar también en torno a la fortaleza-palacio del marqués de Villena en Escalona (Toledo). Las primeras denuncias parten de Guadalajara en 1519. Pero España arde, por entonces, en la hoguera de las Comunidades. El Inquisidor general, Adriano de Utrech, es a la vez regente. Cuando por fin acuden los inquisidores, se cumple el año 1521; poco después, Adriano es elegido Papa. El cargo de Inquisidor general queda vacante hasta 1523, en que es nombrado el arzobispo de Sevilla, Alonso Manrique, que da curso a la denuncia de 1519.
Los inquisidores, a partir de las denuncias concretas que les iban llegando, construyeron un modelo a base de datos reales pero inconexos, suministrados por el pueblo. En resumen, se consideraron heterodoxas o sospechosas de herejía las siguientes actitudes y afirmaciones: simpatizar con la abolición de las excesivas ceremonias litúrgicas y sacramentales, inclinarse hacia la Biblia y la oración mental más que a las prácticas externas de la piedad dentro del seno de la Iglesia, practicar con ligereza variantes de la contemplación, concretamente el "dexamiento" (dejamiento)...
Este método está en violento contraste con todo lo que después va a constituir la religiosidad barroca de la Contrarreforma. En la misma línea de oposición está la ética libertaria, utípica y pacifista de los alumbrados.
Los "alumbrados": este es el nombre con el que se conoció aquella facción religiosa. Para los inquisidores eran tales los "alumbrados con las tinieblas de Satanás"; para el pueblo, eran alumbrados "porque andaban recogidos y hacían buenas obras". En Guadalajara es detenida en 1524 una beata (terciaria franciscana) llamada Isabel de la Cruz, amiga de los Duquees del Infantado, y un contador de palacio, Pedro Ruiz de Alcaraz. Isabel había iniciado también a María de Cazalla y a sus hijas en el movimiento alumbrado. A la beata la conocían también en casi todos los conventos franciscanos de la provincia: en Pastrana, en Horche... También existían grupos de alumbrados en Toledo, Alcalá de Henares y Escalona. Los promotores del alumbradismo fueron detenidos y procesados en 1525. A los cuatro años, en 1529, se celebró el primer auto de fe contra ellos. Desnudos de medio cuerpo y cabalgando acémilas, los supuestos herejes recorrieron las calles de las villas y ciudades donde habían predicado sus errores para terminar otra vez en la Ciudad Imperial, adonde habían sido condenados a cárcel perpetua. Las penas fueron más tarde conmutadas. Ninguno de ellos murió en la hoguera por el delito de iluminismo, pero todos fueron azotados en público y obligados a retractarse en sus plazas.
Todavía siguieron a éste otros procesos, entre ellos el del entonces famoso predicador Francisco Ortiz, que, una vez dejados sus fervores, no tendría inconveniente en reconocer que todo aquel movimiento alumbradista había sido una "buerlería burlada", aludiendo a que todo había nacido de un mal entendimiento de las doctrinas de los recogidos.
Es interesante observar cómo los principales propugnadores del recogimiento, así como los dirigentes más destacados del movimiento alumbrado, pertenecían a la clase de los conversos del judaísmo. Los conversos, mal mirados por la estirada sociedad de los cristianos viejos, excluidos de los oficios y beneficios, en trance de ser rechazados incluso como candidatos a la vida religiosa, reaccionan viviendo un cristianismo mucho más sincero y auténtico que el que practicaba el común de los cristianos viejos. Para demostrar cómo no debe haber barreras entre los cristianos, sean nuevos o viejos, insisten en la igualdad de todos los hombres por el bautismo, en el llamamiento universal de Dios a la salvación y a la perfección. Reaccionando contra el legalismo judío, rechazan también lo que en el cristianismo de su época no era más que formulismo externo, que n tocaba el corazón ni la conducta. La misma inactividad a que les somete la sociedad en que están enquistados, lleva a los recogidos a acometer la gran aventura de la contemplación mística, y a los alumbrados, a dejarse plenamente en Dios, abandonándose a él en la seguridad de que nada podrá apartarles de su lado. Entre las afirmaciones de los alumbrados y las de los luteranos pueden hallarse, no sin esfuerzo, ciertos paralelismos que bien cuidaron de resaltar los inquisidores, con tanta mayor fuerza cuanto que habían proliferado tales doctrinas en los mismos lugares en que la resistencia comunera había tenido sus últimos baluartes.
Los alumbrados castigados no fueron más que unos cuantos infelices que habían servido de chivo expiatorio sobre el que descargaba sus temores una sociedad obsesionada por el miedo a que surgiese en España un movimiento similar al protestantismo o al anabaptismo alemán. Mas, aparte de los condenados, todavía quedaban otros muchos animados por un espíritu semejante, en cierto modo, al que había llevado a los alumbrados a ciertas exageraciones. Estos tales, gentes, por regla general, mucho más cultivadas, conocedoras de la teología, abiertas a las corrientes culturales y espirituales de la época, descubren repentiamente una bandera a cuya sombra estaban seguros de poder defender sus ideas sin miedo a que se les tachase de heterodoxos. Esa bandera tenía por nombre el de Desiderio Erasmo, el docto consejero del emperador, de cuya doctrina espiritual tuvimos ocasión de hablar con anterioridad. Erasmo no era precisamente lo que podríamos llamar un místico. Su cristianismo intelectualista presentaba un modelo de conducta que no era otro que el mismo Cristo; mas no llegaba a niveles de interioridad tan profundos como los que habían logrado los promotores del recogimiento. Pero Erasmo también hablaba, como ellos, de la universalidad del lamamiento de Dios a la salvación, de la igualdad de todos los cristianos en virtud del bautismo; también él dejaba en segundo término, cuando no ridiculizaba, las prácticas semisupersticiosas que tanto abundaban entre los cristianos de su tiempo y vapuleaba sin misericordia a quienes consideraba responsables de aquellas deformaciones: a los frailes, tanto a los relajados como a los archiintransigentes y reaccionarios.
Sus obras, conocidas tempranamente entre los españoles capaces de entender la lengua latina en que estaban escritas, alcanzaron una enorme difusión apenas comenzaron a aparecer traducciones castellanas. Algunos de aquellos círculos en que los recogidos habían difundido sus enseñanzas se mostraron particularmente sensibles a las doctrinas de Erasmo. Mientras hubo grupos que hicieron derivar el recogimiento hacia al alumbradismo, otros lo inclinaron hacia el erasmismo. Entre ellos podía dibujarse aquella tertulia espiritual de las que era alma el obispo Juan de Cazalla, franciscano, hermano de aquella María de Cazalla procesada por alumbradista. Afines a ese círculo eran los hermanos Alfonso y Juan de Valdés, el primero de ellos secretario del emperador y autor del "Diálogo de Mercurio y Carón". Su hermano Juan, andando el tiempo, se vería obligado a huir a Italia, y allí repetiría la experiencia de las tertulias religiosas en que había participado durante su estancia en España, en unión con otros selectos espíritus italianos, como la exquisita poetisa Victoria Colonna, Benedetto de Mantua, Julia Gonzaga y el capuchino Bernardo Ochino. Su doctrina sobre el beneficio de Cristo, que reflejaba y amplificaba aquella fase del recogimiento en que el hombre, después de contemplar su propia realidad, levantaba los ojos hacia los beneficios recibidos de Dios. Tanto los Cazalla como los Valdés pertenecían también a familias de conversos. A estos nombres podríamos añadir los de tantos otros famosos erasmistas, entre ellos los de sus traductores Diego López de Eguía, de Alcalá, que tantas obras suyas difundió. El inquisidor Manrique y el nuevo arzobispo de Toledo, don Alonso de Fonseca, también simpatizaban con el erasmismo.

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