
La sociedad española, en estos cincuenta y tantos años primeros del siglo XVI, se muestra como una sociedad abierta al mundo. Los españoles se pasean por todos los caminos, ciudades y campos de batalla de Europa y del Nuevo Mundo. Las ideas, las técnicas, las modas, a veces hasta las herejías, entran y salen del país con toda fluidez y libertad. Acuden los extranjeros estimulando el comercio, las artes, las letras. Entran también los metales preciosos que América brinda a manos llenas, y salen con no menor prodigalidad para financiar las aventuras imperiales de Carlos V en los campos de Europa. En el luminoso panorama de la sociedad hispánica del quinientos, sin embargo, no es oro todo lo que reluce. Una señal de alerta funciona insistentemente: los precios suben y suben, sin tocar techo. Entre 1504 y 1550, fecha en que se observó una relativa estabilización, el costo de la vida se hace cada vez más elevado. El fenómeno comienza a observarse en las comarcas más cercanas al puerto por donde penetra el tesoro americano: Sevilla. De allí salta al resto de Andalucía e invade todo el país; con el tiempo, se notará un proceso semejante en Francia y en otros países de Europa. Este fenómeno es la conocida "Revolución de los precios", cuyas causas y consecuencias endremos ocasión de ir rastreando conforme avancemos en nuestro estudio de la sociedad española de la primera mitad del siglo XVI e iremos completando en ulteriores fases de HISTORIA DE LAS ESPAÑAS.
No tardó mucho tiempo Carlos en comprender que, siendo tantos los reinos que se habían acumulado en sus manos, debía disponer de un aparato burocrático eficaz para administrarlos a todos debidamente. Dada la dispersión geográfica de sus dominios, era imposible pensar en un tipo de monarca que atendiese de forma directa todos los problemas que en cada región se planteasen. Dominios habría, incluso, como los de América, donde el emperador jamás pudo poner sus plantas, aunque sólo hubiese sido por un breve tiempo. Alguno de sus consejeros, especialmente Mercurino Gattinara, le habían propuesto la creación de un alto ministerio que centralizase el gobierno de todos sus territorios. El proyecto, sin embargo, no pudo prosperar por la presumible oposición de los mismos súbditos, temerosos de verse postergador o, por lo menos, equiparados a los de otros reinos. Carlos optó, en consecuencia, por colocar al frente de sus reinos a representantes suyos. En Alemania, su hermano Fernando quedó como lugarteniente. En España ejerció la regencia, mientras vivió, la emperatriz Isabel durante las ausencias de su esposo. A su muerte, Felipe fue nombrado regente, aun siendo todavía un muchacho. Posteriormente, entre los años 1548 y 1551, actuaron como regentes una hija del emperador, María, y su esposo y primo Maximiliano, hijo de Fernando. A partir de esta última fecha, Felipe retomó la regencia hasta que le llegó la hora de ocupar el trono, tras la abdicación de su padre. Otro tanto hizo Carlos en los Países Bajos, como tuvimos ocasión de constatar anteriormente. En otros reinos, el emperador (y después lo haría su hijo) se valió de miembros de la alta nobleza, a los que designó virreyes
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